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Estéticas de la crueldad y teatros del absurdo. Cuerpos, violencia y cultura en Colombia



Resumen*


La confluencia entre cuerpo, violencia y sociedad pone de manifiesto un vínculo entre lo profano y lo sagrado en los rituales de la muerte. Atendiendo a estas coordenadas, este texto da algunas pinceladas para comprender las formas de violencia humana en las que el cuerpo-víctima es el escenario de la barbarie, lo macabro y lo desmedido, expresado en un proyecto tanatobiopolítico contemporáneo ligado a la tortura, la vejación y el odio ejercidos en los cuerpos. Estéticas de la crueldad y la muerte puestas de manifiesto en la historia de las formas de violencia en la sociedad latinoamericana.


Palabras claves: violencia, profano/sagrado, religión, política, cuerpo-víctima, barbarie, crueldad.


The confluence of body, violence and society reveals a link between the profane and the sacred in death rituals. Attending to such a coordinates, this text begins some brushstrokes in order to understand the human violence ways, where the body-victim is the stage to barbarism, the ghoulish, the excessive, expressed in a bio-political contemporary project linked to the torture, the vexation and the hate on the bodies. Cruelty esthetics and the death unveil the history of the violent ways in Latin-American society.


Key words: Violence, Profane/Sacred, Religion, Politics, Body-Victim, Barbarism, Cruelty.



La confluencia entre cuerpo, violencia y sociedad pone de manifiesto un vínculo entre lo profano y lo sagrado en los rituales de la muerte. Según José Saramago,


Siempre tendremos que morir de algo, pero ya se ha perdido la cuenta de los seres humanos muertos de las peores maneras que los humanos han sido capaces de inventar. Una de ellas, la más criminal, la más absurda, la que más ofende la simple razón, es aquella que, desde el principio de los tiempos y de las civilizaciones manda a matar en nombre de Dios. Ya se ha dicho que las religiones todas ellas, sin excepción, nunca han servido para aproximar y congraciar a los hombres, que, por el contrario, han sido y siguen siendo causa de sufrimientos inenarrables, de matanzas, de monstruosas violencias físicas y espirituales que constituyen uno de los más tenebrosos capítulos de la miserable historia humana (2014)[1].


Toda religión ofrece paraísos y amenaza con infiernos, imágenes que son insultos a la inteligencia humana. Nietzsche dice que si Dios no existiese todo estaría permitido, pero es precisamente por su existencia y en nombre de él que se ha permitido lo más horrendo de la historia humana, que pacta una monstruosa relación entre religión y política y legitima asesinar en nombre de la verdad: el siglo XX atestigua matanzas, genocidios, campos de concentración, limpiezas étnicas e incontables fosas comunes, haciendo visible el proyecto tanatopolítico contemporáneo (Serres, 2012; Esposito, 2006; Mann, 2009).


Imagen y representación


El esquema que propone Regis Debray (2009: 178-179) sobre las tres edades de la mirada (Cuadro 1), en relación con una trayectoria de la imagen en Occidente, resulta revelador para examinar la producción de la imagen como representación, en cuanto capta, cautiva y es captada, lo cual permitirá ver en este texto la complejidad de una serie de fotografías sobre la violencia y la muerte que expresan fuerza, creencia y acontecimiento.


El uso de la imagen como documento por parte de los historiadores comporta un malentendido. Según Peter Burke, en comparación con depósitos de documentos manuscritos e impresos, las imágenes ellos “suelen tratarlas como simples ilustraciones, reproduciéndolas en sus libros sin el menor comentario.


Cuadro 1. Las tres edades de la mirada


Fuente: Debray 1992: 178-179)


En los casos en que las imágenes se analizan en el texto, su testimonio suele utilizarse para ilustrar las conclusiones a que el autor ya ha llegado por otros medios y no para dar nuevas respuestas o plantear nuevas cuestiones” (2005: 12). Con ello, se pretende mostrar cómo la imagen (fotografía) no es un simple accesorio, sino un soporte de verdad y memoria (pathosformel) que tanto revela informaciones como detona emociones (Kossoy, 2001: 23), desde el registro de la asociación de lo verbal y lo icónico. Así, en ese nivel de actualidad y espectáculo que la imagen fotográfica envuelve en el universo de la videoesfera, se producen las piezas fotográficas que estudia este texto.


Dos fotografías de Enrique Metinides sobre el espectáculo de la violencia y exotismo del cadáver[2] permiten entender el espacio de la representación y la presencia ausente de la imagen (aquello que subyace en ella es lo performativo de su efecto). El contenido icónico de ambas imágenes se relaciona con las fotografías seleccionadas para este texto. Las manifestaciones performativas de las imágenes que encarnan violencia sobre los cuerpos y acontecimientos de crueldad revelan que el espectáculo de la muerte y la exhibición del cadáver son un suceso social, perceptible en las fotografías de Sady González que retratan escenas violentas después del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en 1948 y en las del linchamiento de Pablo Escobar en 1994. Analicemos las dos fotografías de Enrique Metinides para dar paso al material visual colombiano.


En la imagen de la Figura 1 se aprecia a un niño que ha sido atropellado por un automóvil en la ciudad de México, imagen de los años cincuenta del siglo XX, donde algunas personas en grupo posan y procuran ser captadas por el lente del fotógrafo. Metinides logra captar el momento en que un niño muere, pero tal acontecimiento pasa a un segundo plano, pues este se inscribe en la emoción proyectada por las personas que hacen parte de la escena. La siguiente fotografía (Figura 2), del mismo Metinides, muestra a una muerta llamada Gregoria Cruz, quien había agredido a la vendedora de nopales Tiburcia González. Allí, un policía sostiene el cuchillo con el que fue cometido el asesinato, un detective toma el testimonio de Tiburcia, quien sostiene que no quiso huir por no dejar desamparados a sus hijos, y un grupo de personas se muestran ávidas de ver al ca-dá-ver y por tener un espacio en la escena retratada. Las fotografías de Metinides muestran los modos de representación de la imagen en relación con la muerte según lo que es captado como ser, cosa y percepción. La inmanencia del acontecimiento, el espectáculo de la muerte y la puesta en escena de un erotismo entre la presencia, la representación y la simulación hacen de la imagen un compuesto de sensación y un soporte de memoria. Y este produce el acontecimiento como una curiosidad carismática (juego de las expresiones de los personajes de la escena), patética (impresión emocional de estos personajes) y lúdica (teatro entre la crueldad y el absurdo de la reterritorialización de las expresiones y emociones de unos cuerpos en escena), lo cual será explorado en las fotografías seleccionadas, que ponen en escena expresiones traumáticas de violencia sobre los cuerpos en Colombia.


Figura 1. Fuente: http://fotolamm.blogspot.com/2012/10/enrique-metinides-fotografo-de-nota-roja.html

Figura 2. Fuente: http://cuartoscuro.com.mx/2009/08/metinides-el-nino-de-la-roja/


Las piezas visuales de Metinides y las que hacen parte del presente texto ponen de manifiesto el problema de la imagen fotográfica (iconografía) que vincula cuerpos, violencia y cultura como representaciones estéticas de la crueldad y como teatros del absurdo. Implementando la teoría de Aby Warburg (1999), opera la pathosformel, entendida como “una fórmula expresiva o patética que organiza formas sensibles y significantes destinadas a producir en quien las percibe una emoción y un significado, una idea y un sentimiento, que son de inmediato comprendidos y compartidos por quienes son parte de una misma tradición civilizatoria” (Kwiatkowski, 2012: 149). En este sentido, una imagen condensa en pathosformel la memoria social como forma simbólica de representación de emociones, significados, miedos, temores, repulsiones o sentimientos que una cultura tiene de sí misma.


Pero, ¿qué es representación? Se podría decir que “toda representación es un acto doble, que hace como si el otro ausente estuviera aquí (presente) y [como que] comparece en persona para mostrar, intensificar y redoblar una presencia (se presenta representando)” (2012: 152). De este modo, representar hace referencia al poder de la presencia en lugar de la ausencia, además del efecto de sujeto y legitimación social de aquello que entraña una imagen-signo. “Representar es entonces mostrar, intensificar, redoblar una presencia. Para representar a alguien, ya no se trata de ser su heraldo o su embajador, sino de exhibirlo, mostrarlo en carne y hueso a quienes piden una rendición de cuentas. El prefijo re- ya no importa al término, como hace un momento, un valor de sustitución, sino el de una intensidad” (Marin, 2009: 137) y una frecuentación. De esta forma, siguiendo a Giorgio Agamben, toda imagen fotográfica, en cuanto que dispositivo de representación, contiene un índice sociohistórico que integra gesto e imagen en una fecha imborrable, de modo que, “gracias al especial poder del gesto, este índice reenvía ahora a otro tiempo, más actual y más urgente que cualquier tiempo histórico” (2005: 32) o que cualquier ubicación geográfica, pues lo retratado en una fotografía exige un nosotros, en el vínculo entre lo sagrado y lo profano, en los rituales de la muerte donde las personas, sus rostros y sus gestos exigen no ser olvidados. La tragedia representada proyecta una razón tanatopolítica que fusiona moral y dogmatismo, donde el cadáver expuesto muestra en cada imagen el horror puritano a contaminarse las manos con la sangre que emana del chivo expiatorio[3].


Fotografía y retratos de la violencia en Colombia


Siguiendo a Susan Sontag (2003), recurrir a la imagen fotográfica involucra la ética, pues entraña pensamientos acerca de la guerra, enfatizando su importancia como medio y testigo de los horrores cometidos en acontecimientos bélicos. Es pues aquí donde la antropología de la violencia encuentra su campo de acción, al tratar de establecer un análisis sobre las características de la barbarie y la crueldad, que permite encontrar las explicaciones y las significaciones de un acto violento y macabro en la sociedad. Los actos violentos, justificados en una supuesta justicia, son la otra parte que se puede encontrar en el tema de violencia. La justificación del maltrato o el asesinato por el deseo de venganza o de una creíble justicia motiva a la sociedad a cumplir el “ojo por ojo, diente por diente”, en la que el cuerpo del otro cumple la función de chivo expiatorio y lugar sacrificial en la fundación del tiempo-espacio humano. La violencia y, en su máxima expresión, la masacre son actos de barbarie y crueldad que encuentran su incentivo de realización en la venganza, la justicia, el fanatismo religioso, el racismo, aplicados para justificar conductas marcadas por el despliegue del odio y la maldad.


Dos fotografías de Sady González, tomadas en el contexto de la violencia desatada después del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, en 1948, retratan la euforia colectiva de la violencia sobre el cuerpo del señalado asesino de Gaitán, Juan Roa Sierra. La primera fotografía retrata a un grupo de personas que arrastra el cadáver de Roa (Figura 3) en un éxtasis de experiencia colectiva donde confluyen la catarsis erótica (Baitaille, 2005) y las relaciones de poder (Canetti, 1983), cuando se ha dado caza al verdugo, para lincharlo y exhibir y señalar su cuerpo torturado. La muerte del chivo expiatorio es ritualizada al ser sacrificado para fundar la venganza del tiempo-espacio humano sangriento.


Los antiguos griegos lo llamaron pharmakos; los judíos, chivo expiatorio, los cristianos Agnus Dei, y los soldados de las cruzadas, cabeza de turco. Una máscara cambiante, religiosa o ideológica, se ha ido adaptando a cada época y lugar para disimular la necesidad vicaria de proyectar las frustraciones colectivas en un tercero. Sin una vía de escape que periódicamente catalice los odios entre unos y otros la raza humana seguramente acabaría auto exterminándose (Adell, 2011:7).


Roa, cabeza de turco, está presente en la otra fotografía de Sady Gonzalez (Figura 4), donde el espectáculo de la muerte atrae por su dimensión cinestésica, que involucra la mirada, el tacto y el olor en una escena macabra, lo cual se puede apreciar en las fotografías antes vistas de Enrique Metinides. En la foto de Sady González un grupo de personas se han dispuesto alrededor del cuerpo lapidado de Roa en el Cementerio Central de Bogotá. El cadáver se encuentra inclinado, desnudo, en un ataúd improvisado y con algunas prendas de vestir que cubren parte de su cuerpo, que había permanecido en las escalas del Palacio Presidencial durante dos días, dejado allí por la muchedumbre que lo había linchado. Resalta el gesto de algunas personas que, pañuelo en mano, no soportan el olor putrefacto que emana del cuerpo de Roa. Cada uno, como en la Figura 1, posa para la toma fotográfica, en un espectáculo de atracción morbosa ejercida por el cuerpo vicario sacrificado por la turba enardecida que, por amor a la venganza, inmoló a Roa como pharmakos.


La presencia del cuerpo muerto admite varias interpretaciones. Como lo plantea Kierkegaard en Temor y temblor (2007), lo que para un creyente es un sacrifico propiaciatorio para un ateo es la fiel muestra de un cruel asesinato; desde una óptica laica es un acto egoísta, para la devota es muestra de renuncia suprema. Así, los cuerpos que exponen las fotografías cumplen la función de chivo expiatorio en un ritual macabro y en un juego entre sacrificio, expiación, poder, exhibición y simbolismo erótico de la muerte. En la serie de fotografías sobre Roa y Gaitán se pone en juego cierta dialéctica negativa[4], donde el antagonismo le da sustrato social a la figura del bien y el mal, de la civilización y de la barbarie, que cada personaje entreteje. El teatro de la crueldad y del absurdo que representan las imágenes sobre violencia de los cuerpos y contra los cuerpos muestra un antagonismo entre la figura del héroe-mártir (Gaitán) y del enemigo-asesino (Roa), base de una justificación religiosa del odio y de una estética de la muerte.


El odio y la maldad se reflejan en la colección de fotografías que figuran en los estudios sobre la violencia en Colombia de German Guzmán (1962) y Alonso Moncada Abello (1963). Allí se aprecia el grado de satisfacción, erótica, en el exterminio del enemigo (Figuras 5 y 6), donde el antagonismo entre el bien y el mal hace del acto violento y macabro la justificación del asesinato, según la lógica del chivo expiatorio y el acto sacrificial que funda lo social (Girard, 1995, 2005). Un componente sagrado subyace en las fotografías de ambas colecciones, pues cuando la masa se encuentra en crisis busca la figura del chivo expiatorio, el cual se asimila como culpable de la crisis y, por ello, como responsable de la perdición de la comunidad, pero que, al ser eliminado, al sacrificarlo, la crisis se supera, con lo que se restablece el orden perturbado.


Figura 3. Fuente: http://www.psuv.org.ve/wp-content/uploads/2014/04/El-Bogotazo-540x360.jpg

Figura 4. Fuente: Archivo Fotográfico de Sady González, Biblioteca Luis Ángel Arango:

http://www.banrepcultural.org/sady-gonzalez/sites/default/files/6_-_bog_0.jpg


Así, la doble función de la víctima (culpable/salvador) produce lo sagrado. Por ello, en el asesinato no se trata de un hecho individual, sino social, en un contexto religioso legitimado por la consigna del “cordero de Dios que quita el pecado del mundo”, para otorgar la paz. Una limpieza social de todo elemento visto como peligroso, enfermo y anormal (Cardona, 2012). Violencia, barbarie y crueldad aplicadas sobre los cuerpos y en los cuerpos están presentes en el patrimonio visual, fílmico y literario de Colombia, desde la década de los cincuenta del siglo XX hasta hoy. Al analizar este patrimonio, la banalización del mal (Arendt, 2003) y la naturalización de la Figuras 5 y 6. Imágenes de la Violencia en Colombia, de Alonso Moncada Abello (1963). crueldad y del odio demandan explicaciones sociales, en cuanto los elementos puestos en juego en su ejecución no son factores de orden patológico (o psicológico) individual, sino características resultado de condiciones específicas, que, en otro caso, tienen una significación que solo puede ser social. En este sentido, es pertinente recoger la pregunta que se hacía la etnóloga francesa Nohoum-Grappe: ¿por qué y bajo qué condiciones la crueldad se convierte en un modo dominante de comunicación en un espacio social dado? (en Blair, 2004: 180).


Así, a través del dispositivo de representación que ofrece la fotografía, se da cuenta de los signos de la violencia que tienen como escenario dramático al cuerpo o, siguiendo a Nietzsche (mostrar al cuerpo impregnado de historia y la historia como destructora del cuerpo), se revela esa superficie de acontecimientos sígnicos socialmente construida en la relación entre cuerpo, sociedad y violencia en Colombia. Esto, teniendo como horizonte de interpretación la llamada Era de la Violencia, perceptible empero en las marcas de la experiencia de la guerra sobre las experiencias del cuerpo en la Colombia de la segunda mitad del siglo XX, visibles en los artificios visuales que ofrece la fotografía. Desde los últimos años del siglo XIX, con el invento y la masificación de la cámara fotográfica, la fotografía –o la puesta en escena de una existencia, según Barthes (1997)– ha sido fundamental en la constitución de los patrimonios visuales de las distintas naciones. Al haber registrado “personajes, hechos históricos y sociales, etnias, costumbres y tradiciones”, la fotografía se “ha constituido en un corpus visual que ha sido estudiado desde la antropología, la historia, la semiótica y/o la estética” (Alvarado y Möller, 2009: 2).


De esta forma, en el contexto en que fueron producidas estas fotografías –que muestra ciertas estéticas de la crueldad y rituales de la muerte, no solamente presentes al comienzo de la segunda mitad del siglo XX, sino en todo el resto de ese siglo–, a nuestro parecer ponen en juego y despliegan una tanatopolítica (herencia de la bomba atómica[5]), como variante de la biopolítica que se inaugura en el siglo XVIII, donde el suplicio, la muerte y el exterminio son estrategias con las que se hace política usando la violencia física y simbólica. Declarada la guerra entre liberales y conservadores, la violencia pasó a ser parte del diario vivir en un importante número de regiones del país. La intensa lucha por la nfluencia política en el territorio desató una oleada de violencia sin precedentes en Colombia, que se caracterizó por el alto grado de aberración de los victimarios, donde ni las mujeres embarazadas ni los niños podían escapar de ser torturados y asesinados. La tortura y la muerte, entonces, funcionaron como estrategias de poder, de dominio y de subyugación. He aquí una tanatopolítica en acción, presente en las formas más típicas de asesinato, como los famosos cortes:


… en los cuales los victimarios procedían a desechar los cadáveres siguiendo una serie de códigos visuales: corte de franela (un corte en la base del cuello, como una camiseta); corte de corbata (se hacía aparecer la lengua a través de un corte en el cuello) y el macabro corte de florero, en el cual los brazos y piernas eran colocados en el lugar de la cabeza, en una suerte de perverso “arreglo floral” (Roca, 2003)


Después de aplicar estos vejámenes sobre el cuerpo, se procedía a fotografiar a las víctimas, a fin de dejar un registro de la sevicia utilizada que pudiese servir como testimonio para la expansión del miedo. En las “imágenes del terror”, registradas por la fotografía, se vinculan tres personajes en su carácter violento y salvaje: el asesino, el fotógrafo y el “yo” (quien observa la imagen en un acto performativo). De ahí la insistencia en mostrar fotos donde quedaran evidenciadas las torturas y los asesinatos de mujeres embarazadas, niños y demás población indefensa. En estas imágenes de la violencia, la otredad son los muertos.


Este tipo de puestas en escena es apreciable en las fotografías producidas a raíz de la muerte del narcotraficante Pablo Escobar en la ciudad de Medellín, en 1993 (Figura 7). En ellas el acontecimiento de la muerte ofrece un espectáculo fanático del linchamiento del mal, donde quienes son retratados exhiben con placer la crueldad y el absurdo de una sociedad que ha legitimado el odio y naturalizado el crimen.


Como objetos de reflexión y estudio sobre el cuerpo, en el contexto de guerra y conflicto en Colombia, las trazas que dejan sobre él la aplicación de la violencia registrada por la fotografía –campo estético del dispositivo de la representación– dejan ver ciertas estéticas de la crueldad en los rituales de la muerte. Si el signo actúa por su inscripción en el cuerpo es sobre su superficie donde se materializa y se inscriben los poderes, pero es también la última herramienta de protesta, pues aquello que es representado exige no ser olvidado.


Figura 7. Fuente: La República:

http://cdn.diariorepublica.com/cms/wp-content/uploads/2013/12/PABLO-ESCOBAR-2.jpg


Allí se encuentran las huellas y rostros de la crueldad, en un país que ha sido educado en la indiferencia frente al sufrimiento del Otro, legitimado por un Nosotros espectador ante los vejámenes sobre el cuerpo supliciado.


Toda experiencia de guerra es, sobre todo, experiencia del cuerpo. En la guerra, son los cuerpos los que infligen la violencia y la violencia se ejerce sobre los cuerpos. Esta corporeidad de la guerrase confunde tan estrechamente con el propio fenómeno bélico que no es fácil separar la historiade la guerra de una antropología histórica de las experiencias corporales inducidas por la actividadbélica (Audoin-Rouzeau, 2006).


Finalmente, en una fotografía de Jesús Abad Colorado, publicada en la Revista Semana como nota sobre el Informe del Centro de Memoria Histórica acerca de las consecuencias del conflicto armado en Colombia (2013), donde se muestra la indiferencia, el miedo, la banalidad del mal, la tortura y la cotidianidad de la muerte, ahora permite proyectar las anteriores reflexiones.