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El “giro corpóreo” en la semiótica: una empresa transdisciplinaria


Salvo conspicuas pero aisladas excepciones, históricamente las ciencias sociales invalidaron la legitimidad del cuerpo humano como un posible objeto de sus investigaciones (Shilling, 2003; Turner, 1991). El dualismo ontológico—principio en virtud del que Descartes plasmó uno de los pilares conceptuales de la Modernidad—redujo el cuerpo a un estatuto meramente mecánico. Por consiguiente, su estudio se relegó a las ciencias de la naturaleza (Le Breton, 1995).


A partir del último cuarto del siglo pasado, no obstante, semejante escenario comenzó a revertirse rápidamente. Los motivos de este cambio son múltiples y diversos, pero fueron los autores postestructuralistas los que adoptaron el “giro corpóreo” (Violi, 2008) como una suerte de insignia intelectual.


En este contexto, pronto la sociología (particularmente la de procedencia anglosajona) reconocería la necesidad de superar el sesgo incorpóreo que, durante gran parte del siglo XX, sobrellevara el clásico modelo teórico del agente social (Featherstone, 1991; Frank, 1991; Shilling, 2003; Turner, 1991).


Los estudios sobre el sentido no fueron ajenos a este movimiento de reconsideración del estatuto de la subjetividad, y en particular de su carácter corporizado. A este respecto, con todo, ceñida al formalismo abstracto de sus premisas—en particular la del signo binario, cuyo valor depende de un sistema de relaciones arbitrarias de oposición y diferencia—, la semiología europea fue incapaz de superar el programático motivo de la lingüística saussureana, a saber: la instancia subjetiva del habla está privada relevancia epistemológica.


El sujeto, a esta luz, aparecería como un espectro desencarnado. En este sentido, la subjetividad que Benveniste discierne en tanto efecto del lenguaje se mantiene presa del modelo formalista, abstracto y trascendental, dotado incluso de reminiscencias kantianas (Verón, 2009). Lo cierto es que, en el marco del estructuralismo, el sujeto concreto apenas si llega a entenderse como un soporte para los mecanismos de un sistema autónomo que operaría a sus espaldas.


En contraposición a esto, sería la semiótica pragmática de Peirce—en virtud de su modelo triádico de signo y de una concepción dinámica y relacional de su funcionamiento—la que habilitaría el tratamiento de problemas tales como el de la conexión referencial entre el signo y el mundo, así como el de la conformación, la estructura y el desarrollo de la subjetividad.


La semiótica pragmática, cabe acotar, se presenta como una ciencia normativa; con todo, el imponente andamiaje lógico del que se compone no se sostendría si faltase ese fundamento de orden descriptivo que es la “phaneroscopia” (CP 1.284)[1]. Este neologismo—a través del que Peirce procuró diferenciar dicha empresa de la ya establecida fenomenología—designa la labor del análisis categorial de la experiencia.


De aquí se sigue la explicación del lugar y función que cumple la dimensión cualitativa de las cosas en relación al funcionamiento sígnico. Pero esta explicación, desde luego, no se agota en esta única dimensión.


Por lógica, comprender cada una de las categorías peirceanas del ser y del conocer—i.e., “Primeridad”, para las mentadas cualidades inmediatas; “Segundidad”, para los existentes cuya facticidad ejerce resistencia frente a la alteridad; “Terceridad”, para las relaciones de mediación cuya razón de ser consiste en que, a través de un segundo, un primero alcance a un tercero, provocando en éste un determinado efecto significativo—comprender el funcionamiento particular de cada una de estas categorías, digo, presupone además un conocimiento preciso de sus correlaciones mutuas.


A pesar del esfuerzo de Peirce por diferenciar su proyecto del de Husserl, las premisas de la “phaneroscopia” ponen de relieve su afinidad con la disección fenomenológica de la conciencia. Si toda conciencia es conciencia de algo—lo que para Peirce sólo puede significar conciencia de un signo—, ya podemos vislumbrar la complejidad que reviste al cuerpo en tanto partícipe del proceso de semiosis.


Con esto aludo a la ambivalencia de la corporeidad en tanto medio de comunicación con el mundo, por un lado, y base material de nuestras vivencias subjetivas, por otro (Csordas, 1994). En efecto, el cuerpo sólo puede experimentarse a través de la conciencia, pero así y todo, nunca deja de ser un objeto externo a ella. Se advierte aquí, por cierto, la clásica distinción fenomenológica entre Leib y Körper.


Si seguimos la célebre caracterización peirceana del “hombre como signo” (i.e., el individuo se define por las palabras que usa), la “inmediatez cualitativa” de nuestras vivencias determinaría la experiencia de nuestro self (CP 5.314). Pero en este punto se revelan pertinentes los aportes de la teoría psicoanalítica. Me refiero, en concreto, a lo que se conoce como la segunda teoría del narcisismo de Freud (2008).


Concebido ya no en términos patológicos, sino más bien como una fuerza de individuación, el narcisismo es esa energía afectiva con que investimos a la proyección visual de la superficie de nuestro cuerpo. En este sentido, Freud define al “Ego” como una “entidad corporal”, cuya experiencia y valoración dependen de la singular estructura emocional que resulte de este proceso de catexis libidinal—un proceso (bien vale apuntar este rasgo fundamental) intersubjetivamente mediado (Joas, 1983).


Sin embargo, el potencial significativo del cuerpo tampoco se agota en la inmediatez de las emociones y los sentimientos. A este respecto es oportuno evocar la fenomenología de M. Merleau-Ponty (2000), según cuyas premisas existenciales ha de entenderse la corporeidad como el pivote que no sólo nos permite—merced a su actividad perceptiva—consumar la apertura de un mundo compartido, sino además establecer una comunicación práctica con él.


El “cuerpo propio”, cuya vivencia y acción están mediadas por el “esquema corporal”—homólogo prelingüístico e intercorpóreo del concepto de “hábito”, tal como éste es desarrollado por el pragmatismo semiótico (CP 1.409)—, no es sólo una sucesión de qualia, esto es, de “propiedades monádicas”. Lo que lo define, antes bien, es su competencia para actuar en una determinada situación, y con arreglo a un cierto proyecto[2].


Aunque este proceso acontezca por debajo del umbral de la conciencia discursiva, creo justificado afirmar que, en el “campo prerreflexivo” propio de la “intencionalidad operante”, nuestro cuerpo actúa inteligentemente, con arreglo a un sentido. Semejante afirmación, expresada en términos tributarios de la fenomenología de Merleau-Ponty, puede adaptarse sin mayores dificultades a un marco propiamente peirceano, o si se prefiere, pragmatista (Joas, 1983).


Así pues: una acción corporal, toda vez que no responde a una intención consciente (i.e., reflexiva), ha de juzgarse inteligente en la medida en que esté orientada hacia un estado final, y por añadidura, el “cuerpo vivido” (es decir, el sujeto del acto intencional) demuestre una capacidad para aprender de la experiencia (CP 2.227).


Esta agencia corpórea, por tanto, desplegada en un contexto particular y guiada por un propósito (un telos al que el propio Merleau-Ponty define como el logos o la Racionalidad en constante devenir del “Mundo natural”), no es sino una actualización de las funciones sígnicas inherentes a la corporeidad—corporeidad siempre aunada a una conciencia, se entiende, pero dotada con todo de una intencionalidad implícita y práctico-vital, cuyo objeto intencionado es siempre la apertura perceptiva del Mundo.


En suma, con estas reseñas conceptuales tan sólo pretendo explicitar el carácter interaccional, espontáneo e interpretativo del cuerpo vivido—de aquí que éste no admite ser identificado con los retratos reduccionistas que de él hacen las neurociencias, al igual que algunas vertientes de la ciencia cognitiva.


Por contraste a estas corrientes, P. Violi (2008) propugna por una semiótica cognitiva en cuyo marco adquiera relevancia el lugar de la corporeidad en los procesos de producción del sentido. La tesis aquí sostenida afirma que la cognición y el pensamiento conceptual arraigan en la propia experiencia corpórea.


A esta luz, el sentido subjetivo no podrá dejar de depender de los contextos particulares de producción por cuanto emerge del emplazamiento singular del cuerpo propio en un medio (Umwelt) con el que interactúa de manera práctica. Aquí cabe destacar, en fin, que el vínculo entre Umwelt e Innenwelt se instancia en el proceso perceptivo—proceso caracterizado por su naturaleza dinámica, sintética y orientada práctica y existencialmente (Eco, 1997).


Así las cosas, si bien los argumentos precedentes no se hallan positivamente en la obra del mismo Peirce, entiendo que si se los desarrolla de manera razonada y rigurosa, nada habría de impedir una articulación teóricamente creativa entre semiótica pragmática y fenomenología de la percepción.



Referencias bibliográficas


  1. CSORDAS, Thomas (1994): “Introduction: the body as representation and being-in-the-world”, en Thomas Csordas (ed.), Embodiment and experience. The existential ground of culture and self, Nueva York, Cambridge University Press: 1-24.

  2. ECO, U. (1997): Kant y el ornitorrinco, Barcelona, Lumen.

  3. FEATHERSTONE M. (1991): “The Body in Consumer Culture”, en Mike Featherstone, Mike Hepworth y Brian Turner (eds.), The Body. Social Process and Cultural Theory, Londres, SAGE: 170-196.

  4. FRANK, A. W. (1991): “For a Sociology of the Body: an Analytical Review”, en Mike Featherstone, Mike Hepworth y Brian Turner (eds.), The Body. Social Process and Cultural Theory, pp. 36-102, Londres, SAGE.

  5. FREUD, S. (2008): “Introducción al narcisismo”, en Obras completas, vol. XIV, Buenos Aires, Amorrortu: 71-98.

  6. JOAS, H. (1983): “The Intersubjective Constitution of the Body-Image”, en Human

  7. Studies 6: 197-204.

  8. LE BRETON, D. (1995): Antropología del cuerpo y modernidad, Buenos Aires, Nueva Visión.

  9. MERLEAU-PONTY, M. (2000): Fenomenología de la percepción, Barcelona, Altaya

  10. PEIRCE, C. S. (1931-58): Collected Papers of C.S. Peirce (Vols. I-VIII; C. Hartshorne, P. Weiss, & A. Burks, Eds.) Cambridge, MA: Harvard University Press.

  11. SHILLING, C. (2003): The Body and Social Theory, Londres, SAGE.

  12. SHORT, T. (1988): “The Growth of Symbols”, in Cuaderno Semiótico, 8 Asociação Portuguesa de Semiótica: 81-87.

  13. TURNER, B. S. (1996): The Body & Society, Londres, SAGE.

  14. VERÓN, E. (2009): “Émile Benveniste y la subjetivización de la semiótica”, en revista MATRIZes, vol. 2, n. 2.

  15. VIOLI, P. (2008): “Beyond the body. Towards a full embodied semiosis”, extraído el 12/02/12 de http://scholar.google.com.ar/scholar_url?hl=es&q=http://www-utenti.dsc.unibo.it/lucio.spaziante2/public_html/materialipsycho/Violi_Beyond_the_body.pdf&sa=X&scisig=AAGBfm3WjZ359PaKvFc13dwuBiPzpX_P4w&oi=scholarr&ei=uEY4T9WSDsGgtwel4OTAAg&ved=0CB0QgAMoADAA




[1] Se citan los Collected Papers of C.S. Peirce (véanse referencias bibliográficas) según la convención aceptada “CP [x.xxx]”, correspondiendo estos dígitos a volumen y párrafo respectivamente.


[2] Cabe acotar aquí que, para Peirce, uno de los rasgos que definen a la “terceridad”—y en consecuencia, a los procesos semiósicos en general—es su carácter teleológico, orientado hacia un estado final (Short, 1988).


*Texto tomado del Archivo Documental “Cuerpos, sociedades e instituciones a partir de la última década del Siglo XX en Colombia”. Mallarino, C. (2011 – 2016). Tesis doctoral. DIE / UPN-Univalle.


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