La ley como protección de la vida y manipulación de los cuerpos.

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Hacia fines del siglo XIX, en la Argentina, puede observarse un importante movimiento o desplazamiento en lo que hace a los desarrollos teóricos y los debates en torno al derecho penal. El código que regía por ese entonces había sido aprobado en 1886, sobre la base de un proyecto elaborado por Carlos Tejedor 20 años antes. Tal como lo retratan los juristas más críticos y como puede afirmarse luego de consultar las fuentes, aquel texto se apoyaba en una concepción del derecho penal que se desprendía de los desarrollos teóricos de la ilustración y que implicaban un avance sobre las formulaciones del derecho colonial que permanecía vigente hasta el momento.
En términos generales y apuntando en esta caracterización hacia uno de los aspectos centrales en relación con la convocatoria de este encuentro, este avance suponía, junto con una nueva manera de comprender al individuo y sus derechos, una profunda crítica al modo cómo se ponía en práctica el derecho penal. Dicho ejercicio atentaba contra el derecho de los individuos, sometiéndolos a modos de castigo físico y público que ponían el cuerpo, y por qué no también el alma, del condenado al servicio de los verdugos. La modernidad cuestionó profundamente estas formas de intervención arbitraria sobre los cuerpos y en su contra abogó por un sistema en el que se antepusiera ante todo la racionalidad de los individuos y que actuara, en consecuencia, sobre esta razón, sin la necesidad de recurrir al sufrimiento del cuerpo. La defensa del individuo era uno de los principios indiscutibles que se desprendía de la preeminencia de la razón y éste no podía ser puesta en entredicho por las prácticas penales, como ocurría al quedar la ley a disposición del arbitrio de un rey. De esta manera, el modelo de derecho que se construye entonces, de manera lenta, se orienta a la defensa de esta libertad contra los abusos de poder por parte del Estado y se asienta sobre el presupuesto ilustrado de la racionalidad del hombre. El derecho penal, en consecuencia, tiene como principal objetivo la protección de ese derecho, incluso cuando se trata de los criminales. Al cambio radical que supone la modernidad en materia política respecto a las épocas anteriores, se le agrega, entre otras cosas, un profundo cambio en la definición y el funcionamiento de las instituciones penales. El derecho, allí, ya no se deriva de un ser todopoderoso, ni puede ser ejercido a juicio de la mano terrestre de ese poder. El derecho debe estar escrito, la ley se erige en último soberano, y de acuerdo con ella se establecen los delitos, las penas y los castigos. De ese modo, el reinado de la ley viene a traer consigo el fin de aquel cruel sistema de castigos que en muchos casos terminaba con la vida de los condenados.[1]
En la Argentina, como dijimos arriba, las disposiciones relativas al castigo tendrán hasta mediados del siglo XIX su base en el modelo de las leyes españolas. Ante esto, algunos juristas, entre los que sobresalen el ya mencionado Carlos Tejedor y Manuel Obarrio,[2] denunciarían la urgencia de una reforma a nivel penal que diera lugar al “nuevo” espíritu filosófico. Tal como lo presenta Juan F. Marteau, la primera cuestión que estos teóricos advierten como necesario resolver es la de “saber cómo establecer con cierta solidez la indisponibilidad del castigo, esto es, que el mismo obedezca a estrictas reglas de derecho”. Visto de esta manera la tarea consistía en “definir una esfera jurídica lógicamente coherente y previsible en sus soluciones que ponga un límite racional –una cierta clausura operativa- entre los intereses de quien detenta el poder punitivo y la necesidad jurídica de establecer una sanción penal”[3]. Se trataba de construir un dogma jurídico: una ley que fijara el sentido en que debían entenderse y juzgarse los delitos, al tiempo que determinara el castigo correspondiente a cada uno de los delitos posibles; una ley que, al mismo tiempo, se postulara como racional e inconmovible.
Para el caso particular de Tejedor, el autor que tomamos como modelo de esta posición, él manifiesta en sus obras importantes diferencias con los principales referentes del pensamiento jurídico ilustrado, tales como Beccaria o Bentham. Sin embargo, y puesto que lo que aquí hacemos es simplemente tomar como referencia algunas de sus nociones a los fines de aclarar el contexto del debate en el que nos queremos centrar, vale aquí la simplificación que ofrece la lectura de Marteau. Este último sostiene que detrás de ese intento de distanciarse de los principales referentes del pensamiento iluminista del derecho, y detrás también del marcado eclecticismo que atraviesa la obra de Tejedor, se advierte que el núcleo duro del pensamiento de este autor argentino entra en perfecta sintonía con aquel modelo ilustrado.[4] Tejedor reconoce el problema que supone la persistencia del modelo jurídico español y frente a éste diseña un proyecto de Código penal en el que se da absoluta preeminencia a la ley. Ello queda claramente de manifiesto, por ejemplo, cuando afirma que por “delito” debe entenderse “toda acción u omisión prevista o castigada por la ley penal que está en entera observancia y vigor”.[5] El esfuerzo se centra en el diseño de un sistema penal organizado a partir de criterios jurídicos, asentado sobre una racionalidad jurídico-formal.[6] La ley es el referente último para considerar el delito, y el castigo será también diseñado con la misma precisión formal.
Estas ideas estaban presentes en el proyecto de Código penal elaborado por Tejedor en 1867, por encargo del presidente Mitre, y serían, en consecuencia, las ideas que iluminarían el primer Código penal argentino sancionado, en base a aquel proyecto, en 1886, cuando la primera presidencia de Roca llegaba a su fin y el país había sufrido importantes cambios sociales y económicos.[7] Sin embargo, la vida de ese Código no fue tranquila. Muchos son los debates que generó, las críticas y las oposiciones. Los sucesivos gobiernos dieron lugar a estas críticas conformando comisiones para su reforma, pero que no llegaban a resultados convincentes. Un largo periplo habrá de recorrer este Código hasta ser reformado en 1821.
El nuevo contexto económico y social, con las importantes consecuencias políticas que estos cambios producían, había generado un conjunto de necesidades institucionales completamente nuevas y la élite advertía que el Código del 86 no podía responder ante las mismas. En sintonía con estos cambios comienza a desarrollarse lo que ha sido caracterizado como el “momento positivista” del pensamiento argentino. Lo que creemos que es, más allá del modo en que lo califiquemos, un momento singular, entre otras cosas, en lo que hace al modo en que se considera el rol y el sentido del Estado y sus instituciones.
La particularidad de dicho momento puede dilucidarse con mayor profundidad con la ayuda de los desarrollos teóricos de autores como Michel Foucault y Roberto Espósito, en tanto conceptualizaciones que ayudan a leer las principales características del proceso político que se despliega en occidente con la modernidad. Esta línea de pensamiento, inaugurada por Michel Foucault y proseguida por una multiplicidad de pensadores contemporáneos, se nos presenta como un visor desde el cual sucesos históricos, políticos y filosóficos pueden lograr una luz renovada y enriquecida. En ese marco nos interesa plantear aquí algunas consideraciones en relación con las definiciones que se van consolidando en materia de criminalidad y tratamiento de los delincuentes, intentando recuperar los aportes de los teóricos europeos.
2.
Lo que se reconoce como el auge del positivismo criminológico o jurídico encuentra, tanto en Argentina como en Europa, como desplazamiento contiguo y necesario, lo que Foucault supo enunciar en estas conocidas palabras: “Me parece que se podría referir uno de los fenómenos fundamentales del siglo XIX diciendo que el poder tomó a su cargo la vida. Esto consiste, por así decir, en una arrogación de poder sobre el hombre en cuanto ser viviente, una suerte de estatización de lo biológico o, al menos, que llevará hacia lo que podría llamarse estatización de lo biológico”.[8] Desde este planteo, se señala al siglo XIX como el lugar donde una mutación se desarrolla en toda su radicalidad: la vida, sea de la especie o del individuo, su administración, su intensificación, su gobierno, se convierte en la apuesta primordial de los cálculos del poder, sin requerir ningún tipo de categoría mediadora.
Del mismo modo lo dice Roberto Esposito: para él la vida siempre tuvo centralidad en las dinámicas sociopolíticas, pero es posible reconocer un momento, que el autor denomina “modernidad”, que encuentra su desarrollo máximo hacia fines del XIX, en el que tal centralidad alcanza un “umbral de conciencia”. Afirma Esposito que con anterioridad, la relación entre política y vida se encontraba mediada por una serie de categorías, como son las de responsabilidad y libertad entre otras, y que a partir de este momento las defensas se rompen y la vida entra directamente en los mecanismos y dispositivos del gobierno de los hombres. El cuerpo, individual y de las poblaciones, sustituye la subjetividad abstracta de la persona jurídica, y los conceptos de razón, voluntad y responsabilidad, se convierten en fenómenos derivados de aquel fondo biológico.[9]
En el caso Argentino, y ateniéndonos centralmente a los paradigmáticos desarrollos de José Ingenieros[10], puede verse un importante reclamo sobre la necesidad de adaptar la conceptualización penal a los nuevos desarrollos del pensamiento occidental, que podemos inscribir cómodamente dentro de aquella modernidad que señalaba Espósito. Ello se observa a simple vista en la constante crítica que recibe el Código penal vigente, del que se dice que ha perimido en manos de la ciencia, y en particular, de la ciencia del cuerpo o de la vida. Los avances que ésta ha realizado en los últimos años con la ayuda de Darwin y de las diversas derivas y agregados que constituye el darwinismo, hace ingenuo, inoportuno y hasta peligroso,[11] seguir sosteniendo la abstracción que supone un modelo jurídico basado en la razón, en la responsabilidad y en la libertad. Se impone ahora un modo completamente diverso de comprender los fenómenos humanos que, bajo el reinado del positivismo darwiniano, ya no acepta principios abstractos, sino que se despliega en torno la identificación hombre-vida.
En este nuevo sistema que pone el acento en la vida, en la necesidad y posibilidad de explicarla, a través de elementos observables, y de medirla y predecirla con las leyes naturales, el derecho también se erige como una ciencia, derivada de la ciencia madre, la biología, que debe adecuarse a las nuevas condiciones, abandonando el antiguo lenguaje “metafísico”. De la mano del evolucionismo biologicista, Ingenieros sostiene que las leyes que rigen el comportamiento hacia el interior de la sociedad se desprenden de una necesidad natural de los hombres que remite en última instancia a la supervivencia. La sociedad no se explica por un contrato, por una voluntad o por una razón, sino a partir de la más básica necesidad de supervivencia y las leyes responden a ésta. La ley es la respuesta organizada y cambiante que los grupos sociales dan ante las condiciones del medio como herramienta para la supervivencia. Afirma Ingenieros: “el instinto de defensa contra el delito es, en su origen, una simple manifestación refleja (…). Este es el núcleo de todo derecho punitivo: rechazar cualquier acto que represente una agresión a nuestra vida”.[12] Siendo natural el instinto de supervivencia que da origen al derecho, éste es la generalización de una “reacción defensiva individual”, que evoluciona socializando sus funciones. Y en consonancia con esto, se define la ley como “defensa social”, siendo por ello la utilidad a tal defensa el único criterio para determinar la propiedad o impropiedad de la ley.
Aquí nos encontramos con una consecuencia ineludible: entendidas como respuesta social ante los sentimientos de placer o dolor, las leyes y las instituciones varían. Varían con el tiempo, varían de pueblo en pueblo y varían, también, de grupo en grupo. En este sentido son condiciones siempre cambiantes, que se modifican en función tanto de las escenario que presente el medio social mismo, hacia el interior, cuanto de las características del medio exterior. Como la respuesta de cualquier organismo, el resultado del encuentro del cuerpo social, y sus rasgos particulares, con el medio externo, es el desarrollo de nuevas funciones adaptativas. Eso son las leyes: el producto del encuentro de una sociedad determinada con un conjunto de condicionantes externos y cambios internos. Ante ese encuentro la sociedad no puede sino variar y adaptarse. El cambio en su legislación es una de las expresiones de esa adaptación.
Visto de esta forma, si se descentran las abstracciones jurídicas del modelo clásico, es claro que la ley cambia de naturaleza, se desplaza “del plano trascendente de los códigos y las sanciones, que conciernen en esencia a los sujetos de voluntad, al plano inmanente de las reglas y normas que en cambio se aplican sobre todo a los cuerpos”.[13] La ley en este marco expresa su rol claramente “inmunizador”: cuidar a la vida de los riesgos que puedan acecharla. Es la vida de los individuos y de las poblaciones lo que cualquier práctica de gobierno debe garantizar. Y aquí no es menor que se perciba la norma como inmunización. Justamente uno de los acentos que todo el positivismo jurídico remarca es la posibilidad de referirse al rol “defensivo” del derecho.[14]
La metáfora organológica que se encuentra en el centro de la tratadística política, lejos de ser solo ser una metáfora, adquiere aquí toda su realidad. La sociedad es un organismo que puede ser afectado por patologías y el gobernante se concibe según la figura de un médico que aspira a la omnipotencia de controlar los resortes orgánicos y psíquicos, individuales y colectivos. Esto deja de ser sólo una analogía entre el discurso político y el médico, desde el momento en que la ley se explica directamente a partir de un funcionamiento biológico otorgado al cuerpo social y en que el acto criminal no es considerado a partir del postulado de la voluntad responsable del sujeto sino en virtud de sus potencialidades o limitaciones expresadas en términos de supervivencia. Esta zona de indistinción trazada entre el derecho y la medicina, expresa una nueva racionalidad de gobierno centrada en la cuestión de la vida.