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Reapropiación y resignificación del cuerpo en la práctica filosófica de Diógenes de Sínope



I Introducción*


Diógenes de Sínope afirmaba, dicen los comentaristas[1], que existe una relación de influencia entre cuerpo (to/ sw=ma) y alma (h( yuch/); de acuerdo a los testimonios que poseemos, existiría un tipo ejercicio de doble naturaleza, tanto corporal como espiritual, que desde la práctica física hace surgir en/para el espíritu imágenes facilitadoras de la acción virtuosa (Laercio, 1990: 131). Frente a este aserto formularemos cuatro preguntas que, en este texto, orientarán la exposición: 1) ¿en qué sentido y/o medida algunos de los planteamientos Diógenes de Sínope modifican, reacomodan o subvierten, las conceptualizaciones filosóficas griegas clásicas relativas al cuerpo? 2) De ser así, ¿frente a qué discurso (s) acerca de la filosofía y el cuerpo se posiciona Diógenes? 3) Luego: ¿es posible plantear en el caso de Diógenes un rescate instrumental del cuerpo para fines coherentes con su concepción de la filosofía? Y 4) Finalmente, ¿cuáles serían las marcas distintivas del discurso de Diógenes, y de la praxis ligada a él?


A continuación, me detendré en algunos aspectos de la conceptualización platónica de la relación cuerpo-alma, que dicen relación con las interrogantes 1 y 2. Luego, en la tercera sección, consideraré algunos aspectos de la práctica filosófica de Diógenes de Sínope que ilustran una posible respuesta a las preguntas 3 y 4.


II El cuerpo del filósofo


Plantear una relación de influencia entre cuerpo y alma, donde el primero determina positivamente a la segunda, es romper con el dualismo imperante en la tradición filosófica griega al menos desde el siglo IV a. C.[2]. Dualismo que se traduce, entre otras cosas, en una consideración peyorativa del cuerpo y en la consecuente voluntad de expulsar a la corporalidad del discurso filosófico, no solo en tanto estorbo, resto material o marca de la caída, del cual el filósofo ha de desprenderse para volar más liviano hasta el mundo de las ideas; sino que este borramiento se ha traducido en un silencio acerca del cuerpo del filósofo, como si el soporte biológico del pensador se constituyera en el límite indecible/irrepresentable de la discursividad filosófica[3]. Abordar este tema implica pensar al cuerpo en el marco amplio de las imágenes ‘colectivas’, ‘genéricas’ o ‘paradigmáticas’ que, borrando las diferencias y la experiencias individuales, construyen un discurso acerca del cuerpo y la manera de relacionarse una sociedad con él, es decir, una ‘política del cuerpo’ (Sennett, 1997: 27)[4]. En este sentido, la filosofía griega clásica incorpora, modifica, resignifica o rechaza los discursos, las imágenes y las prácticas sociales relativas al cuerpo, vigentes en la cultura de la época (Le Breton, 2002: 16), y a su vez construye un discurso y un imaginario sobre la corporalidad[5]; dicha discursividad, y toda una praxis asociada a ella, se constituye en torno a un marcado dualismo excluyente, que carga de sentido negativo al cuerpo.


El ejemplo más conocido de este discurso negativo acerca del cuerpo sería Platón, quien a lo largo de sus diálogos va perfilando una imagen de filósofo, Sócrates, cuya relación con el cuerpo se convierte en paradigma de una praxis filosófica que aspira a liberar el alma, para lo cual debe controlar y rechazar los deseos y debilidades del cuerpo, a fin de desprenderse, en última instancia, del lastre somático mismo: en breve, cuerpo y alma han de ser sometidos a un proceso de dia/lusij. El correlato gnoseológico, metafísico, ético, estético, político y escatológico de tal doctrina es de sobra conocido y ha sido incorporado en la tradición filosófica occidental, diríamos, sin mayores cuestionamientos.


N. Loraux ha planteado que Platón construye una figura paradigmática[6] de lo que llama un ‘filósofo genérico’ (Loraux, 2003: 18)[7], que intenta posicionar como el nuevo modelo de hombre griego. En este sentido, el anér philósophos se opone al hombre común (ánthropos) tal y como se opone al guerrero y al ciudadano-soldado (Loraux, 2003: 182)[8]. Esta masculinidad modélica que fue construida sobre la figura heroica, en un proceso de absorción, asimilación y traducción de los valores agonales, sobre todo de la andreía, a una terminología cívico-política, siempre permite vislumbrar los antiguos destellos del campo de batalla y la bella muerte entre las ropas de los ciudadanos. El hoplita lucha codo a codo con el compañero y se debe por entero a la ciudad, ya que es la comunidad política la que le da su sentido y significado; incluso, al decir de Loraux, no es ni siquiera dueño de su cuerpo, que es más bien una abstracción cívica que una realidad somática (Loraux, 2003: 16).


He aquí un modo de definir lo masculino que se convierte en un paradigma: es el esfuerzo y la capacidad de soportar el dolor lo que conecta al héroe-guerrero y al soldado-ciudadano; en este sentido, puede decirse que hay una suerte de continuidad entre los valores aristocráticos del anér guerrero y los valores cívicos del anér ciudadano[9]. La valentía en el combate y la capacidad de resistir el dolor y el esfuerzo implicado en ello, pasan por ser definitorias del concepto griego de varón, que en este caso es lo mismo que decir ciudadano y hombre libre, la ideología de la guerra de infantería otorgaba un lugar predominante al combate cuerpo a cuerpo y así “la función militar directa e inmediata de los ciudadanos… se une a su status político, al par que se identifican el honor personal con el de la propia polis” (Thomas, 2002: 67) . Así, el esfuerzo, la entrega y el arrojo en el combate son extrapolados cívicamente y, en algunos casos, marcarán la vida del ciudadano al punto de confundirse con un proceso educativo en la adolescencia y una preparación para la adquisición de la virtud en la vida adulta. Sin embargo, y esto es más significativo aún, este proceso de generación de un nuevo paradigma de varón redunda en una completa abstracción que transforma y difumina la masculinidad en un entramado de instituciones cívico-políticas[10], la identidad del varón estará ahora sostenida y garantizada por patrones cívicos fuertes: si la ciudadanía define la varón y ésta, a su vez, no es sino una creación legal y política, llegamos a un modelo de hombre ‘desencarnado’, sin cuerpo. Esto queda claro si se piensa que la función guerrera del héroe, el núcleo de su constitución paradigmática, está centrada alrededor del combate cuerpo a cuerpo; aquél que se pretenda héroe ha de poder exhibir las marcas de su hombría, y la superficie donde se inscribe el sello y el testimonio de la andreía es precisamente el sôma (Loraux, 2003: 111)[11]. Sería erróneo, sin embargo, pensar que esta forma arcaica del paradigma suponga una consideración del cuerpo del guerrero no afectada por la distorsión ideológica; el ‘cuerpo’ del guerrero-héroe es producto de un proceso simbólico-imaginario[12]. En cambio, insistamos, en la época clásica el hombre queda establecido en su calidad de modelo, como una construcción representacional o imaginaria, en tanto varón-ciudadano, diferenciado y separado de otras posibles formas de modelización contrarias a las del espíritu cívico-político: “para un griego del siglo V no es necesario que el valor se inscriba en el cuerpo… [de esto] se desprende el paradigma de una virilidad abstracta, enteramente expresada por instituciones” (Loraux, 2003: 114).


Esta lucha por la imposición de un modelo masculino, es una de las características del entramado del imaginario griego según Loraux (Loraux, 2003: 15)[13], así el hecho de que Platón tome elementos de esa fuente no ha de extrañarnos; lo interesante es que, para lograr su fin, Platón retoma elementos comunes a los modelos que pretende desplazar y los reformula en términos de su propio paradigma y los amalgama en la imagen que construye de Sócrates. Tales elementos son, de acuerdo al análisis de Loraux, el cuerpo y su relación con el alma, la muerte, el pónos, y su significado para la actividad del filósofo, y el coraje o valentía en el combate; a partir de un examen del Fedón, la autora francesa señala las características centrales del modelo filosófico de hombre (Loraux, 2003: 175-176)[14].


La relación cuerpo-alma atraviesa la historia de los sucesivos modelos de hombre griego, relación que queda rota, en términos de liberación, con la llegada de la muerte; si el guerrero buscaba la inmortalidad en el sacrifico heroico, la ‘bella muerte’[15], y el ciudadano confiaba su permanencia en la memoria colectiva al reconocimiento cívico de la oración fúnebre, en cambio el filósofo genérico la busca en la separación radical, como elementos ajenos entre sí, de sôma y psykhé; en Sócrates la muerte es un adiós al cuerpo como si aquellas dos sustancias no tuvieran relación y casi fueran opuestos y, por lo mismo, la filosofía como actividad propia del anér philósophos es un ejercicio de separación y desapego respecto del cuerpo (Loraux, 2003: 177)[16]. La muerte filosófica es un asunto que conlleva una preocupación primordial por la cuestión de la supervivencia del alma, cuidado que es anticipado por la práctica filosófica, en consecuencia, el cuerpo como ‘resto’ queda para la sociedad[17]; la valentía, andreía, del filósofo Sócrates consiste en adelantarse al encuentro de la muerte y su triunfo sobre ella lo constituye el hecho de que este gesto no es, desde ningún punto de vista, un suicidio ni una aniquilación sino un ‘querer de razón’, “expresado por el verbo ethélein”[18]. Además, y por lo mismo, el filósofo es valiente porque, a diferencia de los philosómatos, ama el pensamiento y se muestra como resistente (karterós) frente al cuerpo y sus deseos[19]; pero el filósofo es, de hecho, el hombre más valiente de todos, porque no teme a la muerte, ya que confía en la inmortalidad del alma[20]. En este sentido, se asimila al ciudadano-soldado y al guerrero, pero se aleja de ellos ya que: “el filósofo Platón lleva adelante, en beneficio de su héroe tutelar, esta empresa de reapropiación de los valores vigentes en la ciudad. Al separar irreductiblemente el alma del cuerpo, Platón corta para siempre la idea de inmortalidad de la gloria cívica a la que estaba ligada” (Loraux, 2003: 187), en tanto la inmortalidad de Sócrates no depende de los rituales asociados al funeral[21], que se ocupan del cuerpo, ni de la memoria colectiva.


Platón intenta, por lo visto, mostrar a Sócrates como el más noble en la muerte, gennaíos, el más valiente, áristos, el más sabio y el más justo de los hombres de su tiempo; en este sentido, está constituyéndolo en paradigma, en exemplum, para su época. A propósito de lo mismo, el filósofo empieza a aparecer como aquel con quien nadie podría compararse; Sócrates se opone, en su ejemplaridad, al honor colectivo que representa la oración fúnebre, eso está claro. Pero, también en esta pintura del filósofo se filtra un elemento nuevo, que en cierta medida ya estaba en la definición del ‘verdadero filósofo’ de la República; Sócrates es incomparable, en tanto paradigma absoluto[22], con el ciudadano-soldado y con el sofista, porque en el fondo su naturaleza sería semidivina. El filósofo es un anér en sentido superlativo y candidato a la inmortalidad[23]; en este sentido, el filósofo genérico comienza competir, por la predominancia ideológico-imaginaria, con el héroe[24].


No hay un hombre valiente, dice Nicole Loraux, que no se enfrente al peligro y lo derrote, y el filósofo Sócrates no es la excepción; y el peligro que el filósofo lo es en sentido supremo, ya que su victoria lo es en contra de la muerte, su kalós kíndinos es apostar por la inmortalidad del alma (Loraux, 2003: 182). Al hacer esto, al mostrar a Sócrates como paradigma del coraje, Paltón realiza un desmontaje de los valores cívicos, y esto es una operación ideológica en tanto, más que rechazar y refutar los conceptos de la polis, los vuelve ambiguos y se apodera de ellos dándoles una nueva connotación; en lo que compete al héroe, su trabajo consiste en una depuración de la figura mítica. Así, la comparación con el filósofo paradigmático resulta operativa; el desplazamiento más sutil es el llevado a cabo al situar el campo de la hazaña filosófica en el ámbito del logos y no en el de la corporalidad. Sócrates es un combatiente dialéctico cuya fortaleza no radica en soportar el rigor del ponos asociado al cuerpo, en el esfuerzo que constituye los erga del héroe, sino por el contrario en desentenderse del cuerpo y desconocerlo como material digno de ser trabajado y utilizado como herramienta en la tarea de autoafirmación del sujeto.


III El filósofo en escena


Diógenes de Sínope, por el contrario, plantearía que alma y cuerpo están unidos en la ascesis filosófica y que además, precisamente, en la práctica constante y dinámica del esfuerzo es dónde se desplegaría la virtud cínica como actividad o e) /rgon (Laercio, 1990: 131-132). Ahora bien, lo interesante es que puede plantearse que las ascesis, y el proceso de transformación que realiza en el sujeto practicante, puede ser entendida también como un método pedagógico; sería a través de la práctica pública de la ejercitación que Diógenes expone los principios que articulan su idea de la filosofía como una forma de vida y su relación con la virtud. En esta lógica de enseñanza lo que importa recalcar es, justamente, aquello que puede ser visto, lo que se muestra en el despliegue espectacular, o escénico, de la ejercitación cínica: la posibilidad de transformarse a sí mismo en ilustración de la doctrina. La estrategia pedagógica de Diógenes consiste en la escenificación constante de los postulados básicos relativos a la ascesis, la autarquía y la virtud; en este sentido ha de entenderse que Diógenes convierta su vida, y su cuerpo todo, en un espacio simbólico privilegiado dentro del cual pueden ser expuestos, inscritos y performados los fundamentos del llamado ‘camino corto a la virtud’. La crítica contemporánea ha insistido repetidas veces en el carácter ‘ejemplar’ de la práctica filosófica de Dióegenes de Sínope, rescatando el modus vivendi como elemento aglutinante de la escuela cínica frente a la ausencia de un corpus teórico con un núcleo doctrinal duro, como ha señalado M-O. Goulet-Cazé: “su filosofía [la del cinismo] fue menos un asunto de clases o lecturas que una mimesis –la imitación por la acción de figuras ejemplares” (Branham y Goulet-Cazé, 1996: 2)[25].


En estos términos hay que pensar, por ejemplo, la respuesta que Diógenes dio cuando fue consultado sobre la utilidad de su saber: el filósofo contestó que la filosofía le permitía vivir mejor y ser verdaderamente libre; si contextualizamos esta afirmación en el marco de las famosas anécdotas relatadas en Vidas de los Filósofos Ilustres (Laercio, 1190), podríamos afirmar que Diógenes practica una pedagogía del sobrevivir y de la resistencia al infortunio. Sin embargo, al contrario de la práctica común a la época, la opción pedagógica de Diógenes implica la sensibilidad y la emocionalidad[26] para generar un aprendizaje ético: se busca un cierto efecto en el espectador-escucha-aprendiz, y para lograrlo se recurre, fundamentalmente, a la puesta en escena y a la interacción proxémica: se nos cuenta, por ejemplo, que Diógenes increpa a un muchacho por su desvergüenza y éste enrojece, entonces Diógenes lo felicita por adquirir el ‘color de la virtud’ (khrooma aretês); más que enseñar principios de conducta el cínico hace que el sujeto experimente el pudor, con lo que obtiene un conocimiento directo de la virtud (Lercio, 1990: 124). En este sentido, la praxis filosófica de Diógenes está signada por la teatralidad, esta última afirmación amerita una digresión; la teatralidad puede definirse como todo aquello que, en la representación, no obedece a la expresión de la palabra, o si se quiere, todo aquello que no cabe en el diálogo, en tanto mero intercambio de signos lingüísticos. En el teatro contemporáneo la constatación de los límites expresivos de la palabra, hablada y escrita, llevan a buscar en el gesto y el movimiento posibilidades de impactar y comunicar al espectador, y no se trata exclusivamente de crear ‘escenas bellas’, sino de desarrollar un lenguaje corporal que devele sentido. De esta forma, la representación se convierte en un lenguaje de signos espacializados, en la que el cuerpo es el elemento fundamental; teniendo esto en cuenta, vemos como la práctica filosófica cínica genera una relación construida en base a los gestos y la interacción física de los sujetos involucrados en la experiencia de enseñanza aprendizaje: por ejemplo, Diógenes pide limosna a una estatua, al ser consultado por este acto responde que lo hace para ‘acostumbrarse al rechazo’, es decir para ir adquiriendo paulatinamente independencia y resistencia, tanto frente a la necesidad externa como a la opinión ajena (Laercio, 1990: 122); en esta anécdota una conducta aparentemente absurda se revela llena de sentido, es típico de Diógenes anteponer la acción y la puesta en escena al discurso verbal, oral u escrito.


Diríamos que el cínico prefiere capturar a su víctima a través de lo que ve, para luego aferrarlo mediante el recurso lingüístico; Diógenes apela a la curiosidad del espectador, sus actos generan la necesidad de preguntar. Así, la virtualidad dramática que adquiere la relación maestro-aprendiz en la modalidad cínica, abre posibilidades amplias, pero problemáticas, para la actualización de las tensiones internas de la doctrina en cuestión, privilegiando una producción de sentido no exclusivamente lógico-verbal ni, tampoco, monopolizada por el maestro; esta característica se deriva, precisamente, de privilegiar la teatralidad en su práctica filosófica: Diógenes confía, podríamos decir, en el uso del cuerpo tanto como texto, donde la verdad se inscribe y se convierte en discurso-praxis, como evidencia auto demostrativa de sus postulados. El mérito extravagante del cínico es llevar al extremo la demostración y la enseñanza teatralizándolas: se revuelca por las tórridas arenas en el verano y abraza las estatuas congeladas en invierno, todo para acostumbrarse a los rigores, a la vez que muestra un modo posible de entrenamiento; de esta forma, el cínico se mueve en un triple frente pedagógico y filosófico: demuestra que es posible controlar el dolor, propone un modo de ejercitación y, finalmente, va transformándose a sí mismo (Laercio, 1990: 110). Estos tres elementos de la práctica filosófica de Diógenes no están separados y se implican necesariamente, pero el cínico recarga intencionadamente los aspectos escénicos de su forma de filosofar, sobre todo aquellos que dicen relación con el uso del cuerpo, y del espacio entre cuerpos ‘dialogantes’, como transmisor de mensajes. Diógenes opone, pues, teoría contra praxis, abstracción versus experiencia, y en ese intento, plantea una práctica filosófica que se articula en base al mostrar y a la performance como métodos discursivos tan válidos como el diálogo, la exposición oral pública y privada y, en última instancia, al escrito filosófico. Aunque en, al menos dos ocasiones, se dice que Diógenes ‘argumenta’ o ‘razona’ de tal o cual modo (sunelogi/zeto y lo/gouj e)rwtw=n), sobre todo en lo que respecta a la polémica afirmación respecto de que los sabios son los dueños de todo (Laercio, 1990: 116 y 132), en otras ocasiones, que me parecen decisivas para entender la actitud de Diógenes respecto a este tema, aparece la ‘argumentación’ como algo digno de burla y superado ampliamente por la praxis: por ejemplo, cuando rechaza ‘empíricamente’ un silogismo (sullogisa/menon) torcido al oponerle la evidencia visual o al negar las paradojas acerca de la imposibilidad del movimiento poniéndose a correr (Laercio, 1990: 117).


Cabría agregar otro ejemplo: cuenta D. Laercio que Platón definió al hombre como ‘bípedo implume’, Diógenes que andaba a las escuchas no perdió tiempo, peló un gallo, lo metió en la escuela y dijo: “aquí está el hombre de Platón”; ante tamaño desaguisado, y para evitar equívocos, Platón habría agregado ‘de uñas planas (o anchas)’ (Laercio, 1990, 117-118); en otra ocasión, Platón dictaba sus cursos y se le ocurrió hablar de la ‘mesidad’ y la ‘tazonez’, Diógenes al voleo le respondió que veía mesas y tazas, pero ni por asomo las mencionadas esencias de mesa y taza[27]. Las anécdotas en cuestión reflejan el contrapunto crítico que plantea el cínico a la filosofía ‘oficial’; Platón, modelo de filósofo, cifra su actividad intelectual y práctica en la elaboración de construcciones verbales que pretenden dar cuenta de lo real: o(r…zw, dial˜gomai y o)noma/zw son las tareas propias del filósofo, cuyo producto, y /o finalidad, son las Ideas, Formas o Conceptos Universales; ante esto Diógenes opta por oponer la materialidad de los entes particulares. Por esto podemos afirmar que para Diógenes la virtud socrática no descansa en el aspecto dialéctico de la labor filosófica y pedagógica sino en el componente propiamente ascético de la práctica filosófica, en el sentido primero de ejercitación corporal, que para Diógenes siempre es un acontecimiento público. El cínico Diógenes actualiza su doctrina al ponerla en escena, con ello pasa de la especulación filosófica verbal pura a la espacialidad y temporalidad dramáticas, abriéndose con ello a una dimensión pragmática y ‘estética’ del conocimiento; el verbo mimei=sqai aparece en el contexto de una suerte de explicación, por boca del propio Diógenes, respecto de su extravagante conducta: él ‘imita’ a los corifeos que dan un tono más alto para que el resto pueda afinar correctamente (Laercio, 1990: 115). En este sentido, hay que recordar que el propio Aristóteles, incluso, admite que hay cierto conocimiento en la experiencia estética del espectador, aun cuando, al parecer, en este pasaje la refiera principalmente a la contemplación de la pintura (Aristóteles, 1991: 4): “… el aprender no sólo resulta sumamente placentero para los filósofos sino también para los demás, aunque participen menos en ello. Por eso se regocijan al mirar las imágenes, porque resulta que quienes las contemplan aprenden y deducen lo que cada objeto es, como que esto es aquello”; A. Cappelletti, traductor y comentador de la Poética, anota lo siguiente: “La primera causa del placer estético es la imitación que supone, en su fase activa, un conocimiento del objeto, y en la pasiva, un reconocimiento… Aristóteles identifica el placer estético con cierto acto intelectual (Metaph. 980 a 22), es decir, con el acto de conocer y reconocer” (Aristóteles, 1991: xi-xiii).


Sin embargo, no hay que perder de vista que, en lo referente a la representación dramática, Aristóteles pone, por sobre todos los demás elementos, a la palabra como lo esencial; en el lenguaje verbal radica, precisamente, la esencia del impacto dramático; por el contrario, la práctica cínica no es teatral solamente por ocurrir a la luz pública, sino sobre todo porque está organizada como espectáculo visual, en este sentido también Diógenes se opondría a la imposición logocéntrica que, en lo referente a la representación, coloca sobre todos los demás elementos a la palabra como la depositaria del impacto dramático[28]. A partir de la puesta en escena se genera una sensación en el espectador, lo que obliga éste a reconstruir el sentido íntimo y original del contenido ético de la ascesis cínica: toda la práctica filosófica cínica, entonces, viene a ser como un ‘texto’ incompleto que debe ser recreado prácticamente por los espectadores-participantes en una ascesis corporal mimética.


IV Conclusiones


Características señeras de este discurso, del método y las prácticas asociados a él, son: la teatralidad, el uso del cuerpo y del espacio que ocupa como campo de representación, la preferencia por la teatralidad para generar acontecimientos poiéticos (Dubatti, 2010: 57-90) y un constante cuestionamiento de las posibilidades expresivas y comunicativas del lenguaje filosófico. Esta opción de interpretación implica pensar la práctica filosófica de Diógenes desde los parámetros de la estética contemporánea, insistiendo en la relevancia del cuerpo, de su materialidad, de lo perfomático y lo relacional como factores que determinan la constitución del lugar de expectación como el punto de encuentro, y cruce, de procesos de semiosis abierta (Dubatti, 2007: 31-154). Es precisamente el carácter convivial, coparticipativo, presencial y sensorialmente potente del acontecimiento teatral, lo que puede ser extrapolado a las anécdotas de Diógenes de Sínope, en las que se establece un nexo entre el filósofo y sus discípulos/espectadores, al tiempo que se genera un acontecimiento de sentido en el marco de un espacio teatralizado, en el que prima la corporalidad por sobre lo estrictamente lingüístico. En este sentido, puede plantearse que Diógenes de Sínope explora los límites físicos y psicológicos de la corporalidad griega clásica, culturalmente disciplinada y determinada, a fin recuperar y resignificar el propio cuerpo, lo que puede entenderse también como un acto de ejercicio de soberanía del individuo frente a la comunidad, con lo que la interpretación se abre a un horizonte propiamente político.


Esto hace evidente la preferencia del cínico por una práctica discursiva esencialmente dramática y estética, orientada a la acción y que implica la sensibilidad de los involucrados; varias son las anécdotas en las cuales el cínico provoca, mediante algún extravagante acto, la pregunta que da pie a la respuesta-exposición doctrinal, esto permite entender que la prevalencia del gesto, y el cuerpo todo, como fuente de enunciación sea una nota fundamental del discurso filosófico cínico. Esto, podríamos decir, constituye la base de un método de indagación y enseñanza filosófica, en el cual el mostrar, el ver y la interacción anteceden y encaminan al decir[29]; por ello, la corporalidad y la teatralidad son parte esencial del discurso y la práctica filosófica del cínico[30]; esto se deja ver en el uso del espacio y el cuerpo en actos que marcan una relación de inclusión o exclusión con el interlocutor-espectador, que es otra característica relevante de la anécdota cínica[31].



Bibliografía


I Fuentes


a) Texto Griego

  1. Giannantoni, Gabriele (1983-1985). Socraticorum Reliquiae, collegit, disposuit, apparatibus, notisque instruxit, Roma, Edizioni dell’Ateneo, tomo II, tomo III.

  2. Laertii, Diogenis (1966). Vitae Philosophorum, Oxford, Oxford University Press, edición a cargo de H. S. Long.

  3. Laerzio, Diogene (2005). Vitte e dottrine dei più celebri filosofi, Milano, Bompiani, edición a cargo de G. Reale.


b) Traducciones

  1. Laercio, Diógenes (1990) Vidas de los filósofos ilustres, libro VI, Madrid, Alianza, traducido por C. García Gual.

  2. Laercio, Diógenes (1996). Vitae Philosophorum, libro VI, 20-81, Santiago, Dolmen, traducción de María Isabel Flisfisch, revisión y notas de P. Oyarzún.

  3. Martín García, José y Macías Villalobos, Cristóbal (2008). Los filósofos cínicos y la literatura moral serioburlesca, Madrid, Akal, vol. I y II.


II Crítica


a) Libros

  1. Aristóteles (1991). Poética, Caracas, Monte Ávila Editores, traducción de Angel J. Cappelletti.

  2. Branham, Robert and Goulet-Cazé, Marie-Odile (1996). The Cynic Movement in Antiquity and its Legacy, Berkeley,University of California Press.

  3. Dubatti, Jorge (2007). Filosofía del Teatro vol. I, Buenos Aires, Atuel.

  4. Dubatti, Jorge (2010). Filosofía del Teatro vol. II, Buenos Aires, Atuel.

  5. Dudley, Donald (2003). A History of Cynicism, From Diogenes to the 6th Century AD, London, Bristol Classical Press.

  6. Le Breton, David (2002). La Sociología del cuerpo, Buenos Aires, Nueva Visión.

  7. Loraux, Nicole (2003). Las Experiencias de Tiresias, lo Femenino y el Hombre Griego, Buenos Aires, Biblos.

  8. Martín García, José y Macías Villalobos, Cristóbal (2008). Los Filósofos Cínicos y la Literatura Moral Serioburlesca, Madrid, Akal, vol. I y II.

  9. Nancy, Jean-Luc (2010). 58 Indicios Sobre el Cuerpo. Extensión del Alma, Buenos Aires, La Cebra.

  10. Onfray, Michel (2004). Cinismos, Buenos Aires, Paidos.

  11. Sennett, Richard (1997). Carne y Piedra, el Cuerpo y la Ciudad en la Civilización Occidental, Madrid, Alianza.


b) Artículos

  1. Jeria, Patricio (2010). “Diógenes de Sínope: una reflexión sobre la problemática del lenguaje filosófico”, Byzantion Neá Hellás 29: 45-54.

  2. Jeria, Patricio (2010). “Diógenes de Sínope, la polis y la justicia: deconstrucción teatral del imaginario político griego”, ITER XVIII: 135-151.

  3. Thomas, Rosalind (2002). “La Ciudad Clásica” en La Grecia Clásica, Robin Osborne (ed.), Barcelona, Crítica, 63-94.




[1] Dudley, 2003: 116, señala al respecto: “The whole passage is technical… and the expression tau/thn kaq' h(/n e)n gumnasi/a| sunecei= gignome/nai fantasi/ai eu)lusi/an prÕj t¦ th=j a)reth=j e)/rga pareco/ntai is an obscure one”. Esta frase forma parte del apéndice II, dedicado por completo a comentar el pasaje en cuestión.


[2] Incluso si aceptamos que plantear tal dualismo radical resulta de una simplificación, ideológicamente interesada, del problema.


[3] Nancy, 2010, donde se trata el tema en el contexto de la filosofía cartesiana.


[4] R. Sennett habla de la necesidad de imágenes prototípicas del cuerpo en atención a articular un orden social; Sennett dice: “la política del cuerpo basa las normas de la sociedad en la imagen imperante del cuerpo”.


[5] Loraux, 2003: 125, habla del “cuerpo entregado a las operaciones de pensamiento, a las construcciones fantasiosas”.


[6] Utilizo el concepto de ‘paradigma’ en el amplio sentido de ‘ejemplo’ o ‘ejemplar’, o sea aquel modelo al cual se tiende por considerarlo cercano a la plenitud. Aun cuando estemos refiriéndonos a Platón, no se utiliza el término ‘paradigma’ como un vocablo técnico del léxico filosófico del pensador. En términos de Imaginario cultural, la idea de paradigma presupone un mundo mental, psicosocial para ser más exactos, donde dicho modelo cumple una función aglutinante, en el sentido de formación, autorización y legitimación de conductas.


[7] La autora, toma el concepto genérico, y su aplicación en el sentido de figura en sí, de G. Nagy, quién a su vez lo refiere al ‘poeta genérico’ (Loraux, 2003: 181, nota 16). Nicole Loraux toma como objeto de análisis casi exclusivamente el Fedón, en los capítulos VIII y IX, pp. 171-206 de la obra citada; la autora señala explícita, aunque no exclusivamente, a Platón como gestor del modelo de filósofo, como paradigma de anér, en un contexto de pugna, podríamos decir, por las representaciones sociales del imaginario cívico-político de Atenas de los siglos V-IV.


[8] “como el hoplita, como el ciudadano, el filósofo es un anér y, como el héroe y el ciudadano soldado, sabe morir… si Platón toma prestada su lengua de la tradición cívica, es porque pretende sustituir un modelo por otro, el anér philósophos por el ciudadano soldado”.


[9] Loraux es radical al decir que “la ciudad clásica no ha elaborado ningún sistema de valores que pueda rivalizar con las representaciones aristocráticas”. Loraux, 2003: 57.


[10] Loraux menciona la ‘amplitud del rechazo cívico del cuerpo en Grecia’, Loraux, 2003: 125. Por contraste, el héroe define su andreía por las heridas de su cuerpo: “Nuestra hipótesis es que el hombre griego es viril a la medida de la sangre que derrame y que fluye de las heridas abiertas en la ‘carne caliente’”, Loraux, 2003: 139. Volveremos sobre este tema cuando se piense la relación que Diógenes establece con el cuerpo, con su cuerpo.


[11] “Virilidad: aquello que se liga la cuerpo abierto, como si las heridas del guerrero abogaran por la calidad del ciudadano”.


[12] Loraux habla de una ‘cartografía simbólica’, y agrega: “este saber del cuerpo cortado no tiene nada de un realismo”, Loraux, 2003: 119.


[13] "Sin duda el hombre sigue siendo el destinatario de las prácticas sociales y de las operaciones de pensamiento”. En este sentido, habría que pensar a Platón como impulsor o artífice de la construcción de la figura del filósofo modélico, Sócrates, que busca posicionar su perspectiva en un campo de fuerzas en pugna, la sociedad griega, mediante la apropiación y transformación de ciertas representaciones, o imágenes, culturalmente poderosas y significativas.


[14] “Nos interesamos por la ruptura introducida por el Fedón en las representaciones griegas (y de manera más general, occidentales) de la inmortalidad” Pero, y esto es más interesante, “al hablar de ruptura, habremos sin embargo realizado sólo la mitad del camino… cercar la ruptura y al mismo tiempo lo que la acredita a partir de este momento como tradición”.


[15] La vieja cuestión de la vida breve y gloriosa, o su contrapartida anónima pero extensa, no es tanto un problema de código de honor guerrero como una situación existencial. En el héroe se da una voluntad de inmortalidad, opuesta al inevitable destino efímero de todo humano, reflejada en el afán de traspasar la barrera que impone el olvido como otra forma de morir; la gloria, kleos, es una instancia de perdurar en la memoria del otro. A falta de una visión escatológica que implique una recompensa post mortem, el héroe griego épico opta por ganar la inmortalidad de la forma más paradojal posible, o sea, muriendo; pero, en forma notable


[16] Lúsis kaí khorismós de la psykhé en relación al sw=ma, son los elementos constituyentes de la ascesis filosófica platónica. En República, VI, 498 b-c, Sócrates se refiere a la edad en la que la ‘fuerza corporal declina’, como aquella adecuada para la práctica de la filosofía. Debemos retener esta idea de separación, para contrastarla con la lógica de la a) /skhsij de Diógenes, en la que, por el contrario, el énfasis está puesto en la influencia que el cuerpo, trabajado, ejerce sobre la psykhé.


[17] Al ciudadano-soldado no le pertenecen ni su cuerpo ni su psykhé, se las devuelve a la ciudad en el momento de su muerte, “a cambio de eso, la ciudad le dará, más allá de la muerte, la gloria inmortal y un lugar en la memoria de los vivos”, Loraux, 2003: 177. Uno podría preguntarse, ya que todo sentido de trascendencia ha quedado refugiado en la ciudad, si inclusive ‘su’ muerte le pertenece al ciudadano-soldado.


[18] Loraux, 2003: 182. Al ‘aprender a morir’, el filósofo se apodera de la muerte, la hace su muerte, anticipándola, mediante a la ascesis filosófica, “Sócrates, a quien sus discípulos deberán abandonar dirigiéndole ese adiós… devuelve el adiós, un adiós sereno y como contento, hacia lo que abandona, hacia lo que ya ha abandonado: la multitud de atenienses, la vida de hombre y ciudadano, el cuerpo”, Loraux, 2003: 177.


[19] Al no ser Sócrates su cuerpo sino su alma, tampoco es, propiamente hablando, un mortal (ánthropos).


[20] “El individuo filosofante –dice Loraux—es candidato al bienaventurado estatuto de muerto”, Loraux, 2003: 178.


[21] El filósofo subvierte las prácticas sociales ya que, al menos, altera el orden y disposición de los ritos fúnebres, desplaza roles y funciones, concentra en su grupo íntimo la función social y, por último, muestra indiferencia con respecto al trato del cadáver. Por contraste, las prácticas sociales de la muerte entre los griegos implican un elemento integrador del difunto en el seno de la polis: mediante ciertos ritos se reconocen al muerto su honra y su papel en el tejido social; el tratamiento de los muertos es un tema que concierne a la comunidad y a la conformación de su identidad.


[22] Quizás sea redundante, al borde del pleonasmo, decir ‘paradigma absoluto’; sin embargo, quiero resaltar con esto que, siguiendo a Loraux, Platón no construye su modelo de filósofo en base a la recopilación de ciertas características comunes, tradicionales diríamos, del retrato del filósofo, sino que más bien no deja de insistir en el carácter verdadero de su modelo. Loraux, ha llamado la atención sobre el ‘efecto de realidad’ que supone en el texto del Fedón, la ‘presencia’ de Sócrates a lo largo del discurso y las diversas estrategias de ‘verosimilitud histórica’ desplegadas en el texto, Loraux, 2003: 187-190. Sin embargo, en un pasaje de La República, V 472 c-d, Platón señala que, siendo su guardián-filósofo un paradigma (Paradei/gmatoj a) /ra e(/neka), la investigación no va dirigida a demostrar la existencia del filósofo paradigmático; la fuerza del paradigma radica en su capacidad de hacernos tender hacia él, como un ideal o modelo, en este caso de conducta justa, para hacernos semejantes a él.


[23] “La representación del filósofo paradigmático no tiene nada que ver con el juego de la comparación [que articula el sistema de las representaciones colectivas], porque el paradigma es incomparable, porque la filosofía no se satisface con objetos que gustan a la multitud”, Loraux, 2003: 197. Y en esto la autora no está lejos de las declaraciones de Platón en República, VI, 501 d, acerca de que los filósofos están ‘enamorados’ del ser auténtico, la idea, y de la verdad. Y por esto, se oponen a la multitud que sólo sabe de lo múltiple y de la opinión acerca de ello, V, 476 c-480 a, “Entonces ha de llamarse ‘filósofos’ a los que dan la bienvenida a cada una de las cosas que son en sí, y no ‘amantes de la opinión’”; 476 c-d.


[24] Sería interesante notar que al plantear el ‘modelo’ o ‘paradigma’ de filósofo en La República, Platón ofrece una suerte de ‘modelo en abismo’, si se me permite la expresión; es decir, si pensamos que en La República lo que se busca representar es el ideal de ciudad justa, todos los componentes y sus relaciones son, efectivamente, modélicos. Tal como ha señalado J. Lenz Tuero, en la reflexión de Sócrates y sus acompañantes ocurre un desplazamiento paulatino desde lo posible hasta lo ideal y modélico, y anota a continuación, “no se trata de una “quimera”, sino de un modelo que, como tal, no precisa darse exactamente ante nosotros para ser real; es él más bien el que otorga, en la medida en que nos aproximemos a él, valor a la sociedad humana”, Lenz Tuero y Campos Daroca, 2000: 109-110, el subrayado es mío.


[25] La traducción es mía.


[26] Desde el doble punto de vista del mover y del padecer.


[27] Laercio, 1990: 123-124, con la anécdota completa y la respuesta de Platón; este mismo episodio puede leerse como una parodia del Parménides y la problemática de si existen esencias de todas las cosas.


[28] Poética, 1450 b y 1453 b, por ejemplo.


[29] Un aspecto que hace difícil calificar la relación de Diógenes con el lenguaje verbal es su pericia en el manejo del mismo, son muchas las anécdotas en las que Diógenes humilla con vivacidad y precisión a sus interlocutores, a sus aspirantes a discípulos, a sus rivales intelectuales y, en suma, a cualquiera que descubriera en falta; sin embargo a esta mordacidad hiriente se marida un poder persuasivo notable, el cínico logra exprimir del lenguaje los licores más dulces y los purgantes más amargos, diríamos. En Laercio, 1990: 110, leemos que Diógenes era ‘terrible para denostar’ (DeinÒj t' Ãn katasobareÚsasqai), pero en Laercio, 1990: 134, se dice que su poder de persuasión era admirable y atraía a muchos (qaumast¾... peiqè... r‚vd…wj aƒre‹n to‹j lÒgoij).


[30] Sin embargo, el límite de la aplicación del concepto de teatralidad, tal y como lo entiende la dramaturgia contemporánea, se revela si aceptamos que la teatralidad griega no es extrínseca al texto; no se concibe aquí, en efecto, una separación entre la ‘producción’ del texto dramático y su ‘representación’ en un escenario, esto último es lo que da sentido a la teatralidad contemporánea, ya que ésta busca trascender al texto, desde lo ‘no dicho’, dando primacía al trabajo del director y/o el intérprete. Sobre este punto véase José Luis Navarro, Visión y Audición en la Tragedia Griega, en el volumen colectivo El Ver y el Oír en el Mundo Clásico, A. Arbea, G. Grammatico, X. Ponce de León y B. Meli (eds.), UMCE, Santiago, 1995, pp. 209-225; resulta útil, además, el artículo de Leonardo Azparren Giménez, La Teatralidad Griega y el espectáculo de la Soledad en Sófocles, PRASENTIA, 1, 1998, pp. 37-58.


[31] En este sentido discrepo de M. Onfray (Onfray, 2004), quien habla de un ‘voyerismo pedagógico’, dando a entender con esto que el cínico no da espacio de participación activa al interlocutor, quien, en realidad, viene a ser más bien mero espectador.


*Patricio Jeria Soto, Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación