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Danza y política: el cuerpo como resistencia en la danza contemporánea chilena



El cuerpo de la danza es partícipe de un contexto que lo concibe con ciertos significados y que hace que la historia de este arte sea una historia de relaciones entre el cuerpo y la sociedad, de dominaciones y liberaciones del cuerpo, de luchas de poder, finalmente una historia política.


La danza, como objeto de estudio, permite desvelar discursos “incorporados” en el cuerpo y su puesta en escena.


Esta forma de ver la danza nos permite comprenderla como una práctica no sólo artística y corporal, sino también ideológica, donde se entrecruzan ciertos valores y sus cuestionamientos, ya sea en sus formas tradicionales, hegemónicas, renovadoras o en sus formas más contestatarias. Esto se puede apreciar en danza tantos en sus modos de organización, de creación como de representación/presentación que siguen patrones estéticos, los niegan o que buscan distanciarse de ellos.


Sin embargo, no se debe olvidar que la comprensión del cuerpo de la danza abre necesariamente la vía hacia el encuentro con el cuerpo en su dimensión poética, en su efervescencia creativa, su imaginario, su vitalidad y la coherencia de su relación permanente con lo sensible. Esto nos permite descubrir la multiplicidad y la infinitud de cuerpos posibles, o mejor dicho de corporalidades posibles que subvierte “radicalmente la categoría tradicional de “cuerpo” y nos propone una visión original, a la vez plural, dinámica y aleatoria, como un juego quiasmático inestable de fuerzas intensivas o de vectores heterogéneos” (Bernard, 2001: 21).



De esta manera, la danza no sólo es una práctica ideológica por la puesta en juego de discursos inscritos en el cuerpo y en la escena sino también por su carácter de vector utópico, de transformación y resistencia.


La práctica de ciertos artistas de este arte se distingue frente a las prácticas dominantes, particularmente en la exploración de las posibilidades expresivas del cuerpo de la danza contemporánea. Estas diferencias y su negación de principios hegemónicos implican una resistencia dentro de la disciplina misma de la danza, resistencia que es eminentemente política.


En este texto hablaremos particularmente de la práctica dancística de ciertos artistas y grupos de artistas de la danza contemporánea chilena que indagan en nuevas maneras de crear, de alejarse de patrones preestablecidos y que, por ende, generan un tipo de resistencia que pasa antes que nada por el cuerpo y la manera como es llevado a la escena.


Cuando hablamos de danza contemporánea, nos referimos a un tipo de danza que tiene sus orígenes en Europa y Estados-Unidos, y que nace de un quiebre con las técnicas clásica y moderna, también provenientes del extranjero. En Chile, nos enfrentamos entonces a un tipo de danza con raíces foráneas.


No vamos a discutir aquí sobre la problemática de la identidad en la danza contemporánea chilena o latinoamericana, pero sí es necesario dejar claro que los cuestionamientos que la postmodernidad y su llamada “crisis de la representación” (De Mussy, Valderrama, 2010: 19) que se han introducido en el arte occidental, no han quedado fuera de los terrenos de producción danzaria chilena.


En un collage de influencias y reciclajes, una ruptura de códigos escénicos y corporales en danza ha empezado a aparecer, junto con un simiente de danza contemporánea, en Chile a finales de la década de 1970 (a pesar de la dictadura y de su “apagón cultural”), agudizándose cada vez más con el pasar del tiempo. La influencia de las artes plásticas, la performance, cierto tipo de teatro y las nuevas tecnologías puede apreciarse claramente hoy en día en el panorama general de la danza contemporánea chilena.


Sin embargo, analizando el proceso que ha tenido este tipo de danza en Chile, se puede inferir que un quiebre más enérgico ha comenzado ha aparecer muy recientemente en sus escenarios, desde hace unos “dos o tres años, por la aparición de una generación que ha empezado a gestar nuevas propuestas que metodológicamente aportan algo distinto.”[1]


Estas nuevas propuestas y ese deseo de alejarse de lo que un tipo de tradición homogeneizadora ha dejado como marca en la creación escénica es lo que hemos denominado “resistencia”. Se trata de una resistencia contra una visión clasificada y codificada de las posibilidades de la escena y sobretodo contra valores corporales ligados a un ideal totalizador, a un referente que, desde una perspectiva foucaultiana, crea cuerpos disciplinados, modelados y organizados por los poderes dominantes[2].


Aquí hablamos precisamente de tres modos de resistencia a los principios impuestos en la danza, que, por ende, son modos de resistencia política, aunque no sea la voluntad consciente del artista. Estos modos de resistencia, que pueden encontrarse en numerosos trabajos de creadores chilenos de la danza, son:


La resistencia a partir de la abolición de las jerarquías:


En general los grupos de artistas que producen danza tienen el nombre de “compañía”. Las compañías se organizan muy frecuentemente alrededor de la figura de un coreógrafo o director, luego está el elenco estable (a veces con invitados) y después el equipo técnico.


En la repartición de los roles, existen tradicionalmente primeros roles, segundos roles y hasta figuraciones. Nos encontramos aquí, frente a un tipo de división del trabajo, la cual sigue un orden social bastante estricto, aunque esta forma de disposiciones en rangos tan claros ya no suele darse tan fuertemente en la danza contemporánea.


Sin embargo todavía es muy común que algunas compañías tengan inclusive el nombre de su director o coreógrafo, marcando aún más la importancia de éste último como personalidad principal en el grupo. La figura del coreógrafo ha ido reemplazando lo que en los inicios de la danza como arte escénico profesional era llamado “maestro de baile”, que no sólo enseñaba pasos muy codificados, sino que organizaba y estructuraba la puesta en escena, controlaba los cuerpos, los posicionaba y los hacía moverse de tal o tal manera, según códigos sociales y la manera de pensar la composición escénica. Este personaje está muy ligado a la noción de autoridad.


Hoy en día el coreógrafo, aunque han aparecido muchas maneras diferentes de trabajo coreográfico y de relaciones con los bailarines, sigue teniendo un control de lo que sucede con esos cuerpos.


El “maestro de baile” se convirtió en “el artista”, aunque en ciertos casos subsista esa relación de dominación entre el coreógrafo y los “ejecutantes”. Este juego de poder se justifica muchas veces por la idea según la cual el resultado artístico prevalece ante todo proceso y por la fusión inquebrantable de las ideas de coreógrafo y genio-creador.


Aquí se introduce la problemática de la autoría, la dificultad es que, a partir de los años 70 y 80 se introduce de manera casi sistemática la improvisación como estrategia de búsqueda de material coreográfico, la creatividad de los bailarines, así como sus cuerpos, pueden transformarse en un capital que será gestionado por su director.


El tipo de resistencia de la que hablamos aquí se relaciona con nuevas maneras de asociatividad y espacios de colaboración donde no se busca establecer una mirada única, oponiéndose a una manera jerarquizada de funcionamiento e indagando en nuevos tipos de relación entre coreógrafo y bailarines, relaciones más democráticas y más flexibles, que le den un espacio a la creatividad de todos los artistas pertenecientes al grupo.


La manera más radical de subvertir la tradicional organización jerarquizada del grupo de danza es la asociación en colectivos. Estos promueven maneras plurales de crear, en que cada integrante puede proponer ideas, consignas, modos creativos y herramientas para la producción danzaria. El hecho de nombrarse como “colectivo”, demuestra un deseo de organización para la creación en la cual no existe una figura predominante.


Sin embargo, esto enfrenta a los colectivos a dificultades de tipo estructural, que les obliga a experimentar modos de funcionamientos alternativos.


Según Alejandra Gómez, miembro del colectivo Inquietos, el trabajo en colectivo es difícil, por eso este grupo ha ido organizándose de tal manera que al momento de crear un trabajo nuevo, existe la libertad de que éste “se vaya generando en base a la propuesta de alguno o algunos de los integrantes, que luego se discute. No se impone nada…”[3]. El objetivo es el compartir las ideas con la comunidad del colectivo y estar dispuestos a que se transformen. Aunque con cierta organización, que va cambiando de “responsable” según cada proyecto, el trabajo en equipo es permanente.