Cuerpos disciplinados, cuerpos disidentes: interpelaciones en juego y nociones de salud ...

Introducción*
Las iniciativas de Atención Primaria de la Salud destinadas a la población indígena han ido delimitando un campo de intervención según la detección de ciertos “factores de riesgo”. En este marco, la identificación de los riesgos implica una manera particular de delimitar los problemas de salud que afrontan las comunidades indígenas. A través de un abordaje etnográfico de las prácticas de promoción de la salud desarrolladas en las comunidades peri-urbanas wichí de la localidad de Tartagal, analizo cómo la construcción del “cuerpo vulnerable” o “cuerpo sufriente” deviene el foco de tensión donde se disputan nociones hegemónicas de salud-enfermedad. Mediante un abordaje situado y contextual me interesa examinar las implicancias de un régimen de visibilidad por el cual las marcas en el cuerpo –en tanto señales- habilitan la asistencia por parte del sistema de salud formal y, al mismo tiempo, constituyen el recurso movilizado desde donde los wichí re-articulan distintos tipos de reclamos. Dentro de un espacio social, donde las condiciones de vida de las comunidades se hallan constreñidas y comprometidas por el avance de distintos “frentes productivos” (sojero, maderero, hidrocarburífero), el cuerpo en tanto testigo -que evidencia el deterioro- constituye el anclaje a partir del cual los wichí cuestionan aquello que el discurso sanitario hegemónico oculta, desplaza o ignora.
En primer lugar, analizo cómo determinados problemas sociales –resultantes del entramado de las relaciones interétnicas entre criollos e indígenas- encuentran expresión en el campo sanitario y los efectos que tienen para los distintos sujetos implicados. A partir de la articulación entre estos dos aspectos, en segundo lugar, indago de qué modos las construcciones de salud indígenas son re-creadas en la interacción con los discursos y prácticas médico-asistenciales que los interpelan.
La visibilidad de la salud indígena en el ámbito de la Atención Primaria de la Salud
La problematización de la salud indígena desde los organismos estatales ha priorizado la Atención Primaria de la Salud (APS) como línea de intervención destinada a ampliar el alcance de los programas sanitarios y el acceso de los servicios médico-asistenciales. En esta dirección, en la provincia de Salta, se han incorporado como “promotores de salud” agentes sanitarios indígenas dentro de los equipos de trabajo locales y se dictan cursos de capacitación a la red de agentes sanitarios criollos que trabajan en zonas donde se encuentran comunidades indígenas. Mediante las actividades de “promoción de la salud y prevención de enfermedades”, los agentes sanitarios establecen el nexo entre las familias indígenas con el sistema público de salud local. Tales actividades, realizadas durante las “visitas domiciliarias”, constituyen el marco a través del cual se disputan sentidos sobre lo que implican los cuidados de la salud.
Con el propósito de dar cuenta cuál es la lógica preponderante que ánima las intervenciones socio-sanitarias de APS, en este apartado me interesa analizar conjuntamente bajo qué modalidad se llevan a cabo las mismas, cómo aparecen allí problematizadas las condiciones de salud de las comunidades indígenas y en qué contexto se desenvuelven. Sólo reconstruyendo éstas tres dimensiones es posible hacer inteligible el modo en que el “cuerpo sufriente” o “enfermo” deviene el foco de tensión donde se re-crean nociones de salud-enfermedad-atención.
Cabe entonces preguntarse bajo qué coordenadas la APS cobra operatividad e implica una forma particular de “hacer vivir” (Foucault, 2000 y 2002a) dentro de las políticas de la salud pública. En términos generales, la línea programática de la APS ha conllevado a la desagregación de perfiles poblacionales con el propósito de incidir sobre los índices de morbi-mortalidad desfavorables que afectan a determinados sectores sociales calificados de “vulnerables”. Según los distintos organismos que promueven la APS está destinada a:
“…garantizar mayor eficiencia de los servicios en ahorro de tiempo en la consulta, uso reducido de pruebas de laboratorio y menores gastos de atención de salud. La APS puede ayudar a liberar recursos que de otra forma no podrían ser utilizados para atender las necesidades de salud de los individuos en peor situación. Los sistemas de salud orientados hacia la equidad capitalizan estos ahorros al establecer objetivos para mejorar la cobertura de los pobres y dar poder a los grupos vulnerables para que jueguen un papel más importante en el diseño y operación del sistema de salud. Estas acciones minimizan los gastos de bolsillo que, como se sabe, son los medios más inequitativos de financiamiento de los servicios de salud, a la vez que ayudan a hacer énfasis en la universalización de la cobertura para eliminar los factores socioeconómicos que actúan como barreras para recibir los servicios que necesitan” (Documento “Renovación de la Atención Primaria de la Salud en las Américas” OMS-OPS/2005, citado en Maceira, 2007: 16-17).
Así, con el propósito de optimizar la capacidad operativa de las intervenciones en salud, cobra relevancia la gestión de recursos a partir de la noción de “riesgo”. Se trata pues de una política preventiva donde el sujeto concreto de intervención es reconstituido en una combinatoria de todos los factores susceptibles de producir riesgos sobre los estados de salud, siendo el principal objetivo no tanto una situación peligrosa concreta (aunque eventualmente este tropo emerja en las arenas políticas), sino la capacidad de anticipar todas las figuras posibles de irrupción del peligro. Esta forma de individualización se asienta en una nueva modalidad de vigilancia que busca anticipar, impedir o regular la emergencia de un suceso no deseable (enfermedad, anomalía, comportamiento desviado o protesta “politizada”), pero economizando los medios e instrumentos con los cuales se realiza (Lorenzetti, 2010). En principio no parte de una situación conflictiva observable por experiencia, sino que se deduce de una definición general de peligros que se quiere prevenir. Será la presencia de un conjunto o de determinados “factores de riesgo” la que desencadene automáticamente una señal de alerta de “peligro” y haga factible una intervención más o menos minuciosa de acuerdo al número o concatenación de factores detectados (Castel, 1986: 230-232). En dichas coordenadas, la asistencia no desaparece, sino que su forma de ejercicio es reconfigurada. Son estas orientaciones las que otorgan un nuevo carácter a la regulación de poblaciones que articulan aspectos correccionales o prescriptivo-asistenciales, mediante la conformación de perfiles poblaciones asentados en la construcción del “riesgo”. Elevados y dotados de “cientificidad”, esos factores conjuntamente con el cálculo de probabilidades van instituyendo formas de gestión donde se abstraen los problemas sociales de todas las determinaciones sociales, desplazándose hacia las conductas como la cuestión gravitante que los explicaría.[1] En este sentido, estas intervenciones parecen apuntar a las “trayectorias individuales de marginación” y a un tratamiento “personalizado”, frente al carácter impersonal de las disposiciones generales. Se describe así una disgregación social y se la hace coincidente con actores individuales que padecen sus consecuencias (Procacci, 1999).
Dentro de este marco y a partir de reconocer una mayor afectación de índices de morbi-mortalidad en la población indígena respecto de la población no-indígena, se instaló en la agenda pública la cuestión del “acceso a la salud” de los indígenas como uno de los problemas a resolver.[2] Tal cuestión ha derivado en una creciente preocupación que instituye como problema la tarea de administrar la vida de la población indígena, en tanto épitome de vulnerabilidad y riesgo social a través de la gestión de intervenciones socio-sanitarias enmarcadas en la APS. ¿Qué implica, entonces, pensar las intervenciones hacia el colectivo indígena en términos de “factores de riesgo”? ¿Cómo se concreta esta conjunción entre “riesgos” y “etnicidad” en los programas de salud que buscan facilitar el acceso a la salud? Si entendemos la APS como un dispositivo biopolítico y disciplinante, por el cual se despliegan tanto regulaciones generales como controles precisos ¿en qué consiste “hacer vivir” al colectivo indígena desde las iniciativas centradas en la APS? Para comenzar a esbozar una respuesta tentativa a dichos interrogantes es necesario re-construir el campo de acción -el espacio de juego- en el que se insertan las prácticas sociales que tienen por objeto la salud de los indígenas, en este caso de las comunidades wichí peri-urbanas de la localidad de Tartagal.[3]
En este sentido es preciso reparar en los profundos cambios que no sólo han afectado las condiciones de vida de las comunidades -reconfigurando la ocupación indígena del territorio y el acceso a los recursos-, sino también la manera en que se agudizado la impronta conflictiva de las relaciones interétnicas entre criollos e indígenas. En conjunto estas transformaciones asociadas a la dinámica que han impuesto los frentes económicos maderero, agro-industrial e hidrocarburífero constituyen el encuadre donde se desenvuelven las intervenciones socio-sanitarias.
Con el despliegue de dichos frentes productivos se advierte una nueva ponderación del espacio y de la población que afecta a criollos e indígenas, conllevando a una pauperización generalizada.[4]
El avance de tales emprendimientos ha implicado tanto restricciones en la ocupación del territorio indígena y en los usos de los recursos disponibles, como la re-actualización de ciertos esquemas interpretativos hegemónicos a partir de los cuales los aborígenes son interpelados como “obstáculos” para el progreso de una zona que se proyecta “prospera y biodiversa” (Lorenzetti, 2010). Dentro de dicha configuración, la posesión de la tierra en manos de los indígenas es calificada de “improductiva”, considerando asimismo las prácticas de caza y recolección de frutos y miel en los reducidos espacios de monte como falta de apego a una “cultura de trabajo”.[5]
De este modo, mientras las comunidades rurales wichí se vieron afectadas por la re-activación del mercado de tierras promovida desde los frentes económicos mencionados, las comunidades peri-urbanas se han visto constreñidas por la construcción de barrios y asentamientos criollos que han provocado desplazamientos y relocalizaciones a zonas más degradadas. Asimismo, dicho constreñimiento se vio acentuado por la incorporación de familias wichí provenientes de parajes alejados que se acercan a zonas urbanas en busca de trabajo, educación, servicios y acceso a planes sociales. De este modo, para los wichí tal re-acomodamiento ha implicado la necesidad de articular distintas estrategias de subsistencia ligadas a usufructuar los recursos que quedan del monte, al empleo temporario en las fincas, a la realización de changas combinadas con trabajos de artesanía o carpintería y a la inscripción en programas sociales diversos.[6]
Con la reactivación del mercado de tierras y la instalación de las empresas agrícolas, no sólo se extendió la superficie destinada a la plantación de soja con el consecuente desmonte, sino también un deterioro ambiental agravado por las fumigaciones de agroquímicos que comprometen la salubridad del agua y de los espacios en los que viven las comunidades. Concurrentemente el establecimiento de alambrados afectó tanto la circulación de la fauna autóctona en los pocos espacios sin desmontar, como el tránsito de los indígenas por las sendas hacia el acceso a fuentes de agua y los circuitos de caza y recolección (Naharro, et al., 2009).
De acuerdo al relevamiento llevado a cabo por la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación y la Universidad Nacional de Salta, en el Dpto. de San Martín, “...en la gran mayoría de las comunidades (83,6%) los títulos de las tierras están en manos de terceros, llámense empresas, iglesias” (Naharro, et at. 2009:59). En el caso de las comunidades urbanas y peri-urbanas, de las 96 relevadas en el Dpto. de San Martín, el 86% no poseen títulos del terreno donde viven. Un 76% de los títulos de propiedad están a nombre de particulares y el 10% de los terrenos se encuentran bajo la figura de lotes fiscales.
Las comunidades peri-urbanas disponen de tierras sólo para viviendas, sin contar con terrenos aptos para la realización de actividades de subsistencia ligadas a la agricultura, caza, recolección, etc., por lo que encuentran opciones limitadas para garantizar su reproducción, en paralelo a una inserción en el mercado laboral fluctuante y en condiciones desventajosas o precarias.
Es en este contexto que las referencias al contacto y/o proximidad entre criollos e indígenas expresan el nudo problemático donde se evidencian las fricciones de las relaciones interétnicas. Dentro del campo de salud las tensiones encuentran una caja resonancia particular. Mientras las comunidades wichí remiten su deteriorado estado de salud al incesante y progresivo avance de los criollos, para quienes promueven la APS el nivel de criticidad de los aborígenes responde a una inadecuación en el uso de los recursos provenientes de los programas de asistencia.
Así, por ejemplo, con motivo de la trascendencia pública de las muertes por desnutrición infantil ocurridas en el verano de 2011, un funcionario provincial señalaba:
…. “la tarjeta social que hoy tienen los hermanos indígenas, hay que reconocerlo, porque reciben ayuda social, hay varios planes…muchos de ellos lo destinan para comprar motos, comprar celulares y o hacer otras cosas. Pero tal vez tengamos que cambiar y que eso vuelva a la leche, vuelva a la comida que realmente necesita cada familia o cada chico”.
Dentro de estas coordenadas, desde el ámbito sanitario público, la salud indígena es problematizada como una cuestión de administración de recursos destinados a satisfacer las Necesidades Básicas Insatisfechas.
En contraste desde las comunidades indígenas la desatención así como las dificultades para acceder a los programas y servicios médicos están vinculadas con una manera encubierta de dejarlos morir. Tal como me eran señalado en distintas circunstancias por los wichí: “quieren que seamos menos, quieren hacernos desaparecer”, “nos atienden cuando ya estamos muriendo”, “muchos andan diciendo que el mataco es molesto, no sirve”.
En el próximo apartado me interesa detenerme en cómo las actividades de promoción de la salud y prevención de las enfermedades se articulan con cierta percepción del “riesgo” con la finalidad de analizar con más detalle cuál es la lógica local que anima la APS. Pues, a partir de ella puede advertirse en qué sentido esas acciones encaminadas en “hacer vivir” son experimentadas por los indígenas wichí como una forma encubierta de exterminio.
El disciplinamiento de los cuerpos a través de la gestión del “riesgo”
A partir de la interconexión entre la promoción de la salud y prevención de enfermedades y la percepción social del riesgo es posible dar cuenta los modos en que las intervenciones socio-sanitarias dirigidas a la población indígena responden a una manera gestionar “mínimos biológicos” (Álvarez Leguizamón: 2005).
Entre las actividades prioritarias realizadas por los agentes sanitarios se encuentra la de “detectar a las familias en riesgo”. Es a partir de dicha acción que recobran mayor relevancia las tareas encomendadas a los agentes: “enseñar los cuidados adecuados de la salud”; “promover los hábitos de higiene”; “inculcar la importancia del vínculo familiar”; “distribuir la leche” a las familias con niños desnutridos y realizar su seguimiento; “captar a las mujeres embarazadas” para que realicen los controles prenatales; “concientizar sobre la planificación familiar”; “acercar los programas sociales”, y por último, coordinar entre los Centros de Atención Primaria de la Salud (CAPS) y el hospital la asistencia médica necesaria.
Dichas tareas se desarrollan a través de las visitas domiciliarias que los agentes realizan entre las familias que integran el sector de trabajo que les ha sido asignado. En este sentido, la visita domiciliaria constituye el mecanismo a través del cual se despliegan toda una serie de operaciones que tienen al sector y, dentro de él, a la familia el punto de aplicación de sus intervenciones.
A partir de los denominados factores de riesgo, consignados en una planilla de registro, el agente debe distinguir el estado crítico de la familia visitada. Así, a nivel práctico, la promoción de la salud resulta una respuesta al reconocimiento de riesgos, donde los parámetros de salud son construidos a partir de una grilla de “factores de riesgo”. A través de éstos se ponen en acto estrategias de diferenciación en la medida en que son asociados con “comportamientos inapropiados o desviados”. De este modo, los siguientes factores consignados de manera conjunta en el formulario como “criterios objetivos”, constituyen los parámetros para medir aquello que afecta al estado de salud de las familias:
Grupo integrado por menores de 6 años; Desempleo y/o ingreso económico inestable (trabajo irregular, jornalero); Ausencia de Padre o Madre (Padre o Madre soltero/a- Viudo/a); Carencia de Obra Social; Enfermedades crónicas en la familia; Enfermedades Sociales; Niños menores de 6 años con déficit nutricional; Embarazada; Tratamiento Adecuado/Inadecuado de Agua, Residuos; Analfabetismo de la persona a cargo de los menores; Mortalidad Infantil/ Materna; Recién nacido/Puérpera (Formulario N° 1).
Cada uno de los factores/indicadores consignados en conjunto en la planilla configura por sumatoria un perfil poblacional sobre el que el agente sanitario debe prestar especial atención. Como ya mencione, es por medio de la visita, casa por casa, que el agente va distinguiendo, discriminando dentro del conjunto de familias asignadas, cuáles son las de “mayor riesgo” y las de “menor riesgo”. Mediante la asignación de una “cruz” a cada factor de riesgo, según se indica en el formulario junto con otras referencias -como por ejemplo existencia de agua potable, huerta o cría de animales-, los agentes sanitarios van determinando los pasos a seguir. De esta manera, si la familia supera las siete “cruces” es una “familia de riesgo”, acrecentándose su nivel o grado de riesgo cuanto más “cruces” se consignen en la planilla.
A partir de la cantidad de “cruces” acumuladas entonces se va determinando el acercamiento o alejamiento de lo “normal” y, según lo que observe el agente sanitario, la disciplina o vigilancia recae diferencialmente sobre las familias del sector asignado, desplegándose con más intensidad sobre aquellas de “alto riesgo” y “riesgo moderado”. Es este procedimiento de cálculo de riesgos el que permite delimitar, concentrar e intensificar los mecanismos disciplinarios.
Conjuntamente con los ítems predeterminados en la planilla, es la percepción social del riesgo junto con ciertas actitudes indicadoras de predisposición para el “cambio” lo que se pone en juego en la relación agente sanitario y familia. En este juego, la distribución de insumos y programas sociales adquiere un papel importante para mantener el riesgo a niveles tolerables, al mismo tiempo que -con dichas intervenciones- se busca alcanzar el mayor grado de acatamiento posible a las recomendaciones del agente sanitario. El papel preponderante de la estimulación vía el consejo presente en las tareas que llevan adelante, sobre todo, los agentes sanitarios criollos, se halla íntimamente relacionado -retomando las palabras de uno de ellos- a que las familias “aprendan a administrar lo que se les da”. Las intervenciones apuntan, entonces, a una forma de asistencia que debe ser medida, en tanto la “ayuda” a través de insumos -que acompaña al consejo y logra entonces poner en acto su “influencia moral legítima” (Donzelot, 1990:68)- tiene que corresponderse con la “promoción de la práctica del esfuerzo”.
En este sentido, existe un cierto consenso entre quienes trabajan en APS sobre la tarea a desarrollar: se trata de “no fomentar dependencia”, esto es, comportamientos que, a sus ojos, impliquen una distensión en la responsabilidad que debe tener la familia por su propio mantenimiento. De allí que la “ayuda” materializada en distintos insumos se acompañe siempre de una enseñanza, a fin de evitar que las personas -según el decir local- “se abusen”, “esperen todo servido”, “se hagan mañeros”, “flojos” o “vagos”.
El reparto de la leche para los niños desnutridos menores de 6 años de edad constituye entonces una de las ocasiones paradigmáticas donde se manifiesta la modalidad por la cual se busca incidir en el comportamiento considerado inapropiado. En numerosas oportunidades, la entrega de leche se convierte en la expresión por la cual se disputan los estereotipos válidos y se determina cuál es el uso legítimo de lo que se otorga como “ayuda”. En los denominados “controles”, cuando el agente sanitario va pesando y midiendo a los menores de 6 años, suele ser frecuente que, en caso de detectarse a un niño desnutrido y que éste no haya aumentado de peso como se esperaba, comiencen las preguntas respecto al “uso de la leche”. Se abre lugar, entonces, a la sospecha, en tanto se presupone una conducta irregular que es necesario detectar, que merece ser corregida. En tales circunstancias la intervención del agente sanitario apunta a lo que se considera un uso correcto y racional de la leche acorde al objetivo por la cual fue entregada: “la recuperación del niño desnutrido”. Así, en principio, no se contemplan otras estrategias de uso como posibles, por ejemplo repartir la leche entre todos los niños que integran el hogar, o canjearla/venderla para conseguir otro producto (ej. carne). Tales “distorsiones” son reprobadas, pues estarían tergiversando el sentido de la ayuda y son vistas como signo de “aprovechamiento”.
Dentro de esta perspectiva, los agentes van estableciendo cierta correspondencia entre la percepción social del riesgo y la distinción de aquellos “pobres merecedores” de los “pobres no merecedores” (Donzelot, 1990). En esta configuración cobra entonces vital importancia el mérito de quien se constituye en demandante o asistido. Es éste el que debe continuamente demostrar que su cuerpo se resiste a la decadencia y manifiesta su voluntad de inserción social, o bien, de hacer explícito el cumplimiento de las responsabilidades esperadas frente a la observancia terapéutica (Fassin, 2005). Las distintas tácticas de promoción de los cuidados domiciliarios implican no sólo habilitar la atención médica hospitalaria de los integrantes de la familia -mediante las “derivaciones” emitidas por el agente sanitario- sino también canalizar la distribución de insumos, leche, “bolsones” de alimentos- y la llegada de distintos programas de asistencia.[7]
Se trata entonces de enseñar a que las familias administren los paquetes básicos de asistencia de acuerdo a patrones de distribución determinados. Patrones en donde la habilitación de recursos parece estar sincronizada, esto es: el cobro de los planes o programas comienza una vez que el comedor comunitario deja de tener provisiones para seguir funcionando.[8] Además, de acuerdo a esta forma de administrar los recursos, una familia puede recibir sólo un bolsón por hijo/a y se da uno por mes. La familia no puede superponer bolsones de distinto tipo, es decir, recibir el bolsón o Tarjeta Social por el Federal y el Nutri Vida.[9]
En suma, se trata de dar “ayudas” en la medida que permitan la penetración del consejo y las mismas estarán condicionadas por una pormenorizada investigación de las necesidades que, según el parecer del agente y las directrices que maneja, sean importantes atender.
Facilitar el acceso a recursos y programas se da, de este modo, en un marco particular de relaciones entre las familias asistidas y los agentes sanitarios que asisten en la educación sanitaria.
Dentro de estas coordenadas, el reconocimiento de los “factores de riesgo”, tal como aparece consignado desde el ámbito sanitario, implica una lógica de intervención individualizante, en tanto se ignora/desplaza los condicionantes sociales que inciden en el estado de salud de las comunidades. Así el deterioro de la salud, desgajado de las causas socio-políticas, presuponen un trato individualizado que tiene como correlato comportamientos/conductas desviadas que es preciso identificar. De este modo las familias quedan convertidas en “portadoras y productoras de riesgo”, siendo la situación de “estar en riesgo” la que justifica ponerlas bajo un control atento.
Nos encontramos, pues, de cara a prácticas de reconocimiento social de existencia que pasan por la distribución de recursos y programas básicos de aquellos que deben exhibir signos visibles de necesidad y cierto mérito para acceder a ellos. Son estos dos criterios los que dan pie a algún tipo de acción. Dentro este campo así configurado, es el cuerpo a título de enfermedad o sufrimiento el único recurso que puede ser invocado (Fassin 2005) para acceder a la “leche” y/o programas de asistencia vía los parámetros que miden el “riesgo social”. La demanda de asistencia sólo es atendida y justificada si es expresada en términos de necesidades vitales, cuando el cuerpo afectado da señales visibles que certifican la insuficiencia de recursos para satisfacer las necesidades mínimas, tal como queda demostrado en las intervenciones efectuadas en los casos de desnutrición infantil donde la atención se dirige a esas situaciones extremas. En ésta lógica, sólo la supervivencia –en términos de garantizar “mínimos biológicos”- es la que se convierte en la justificación de la intervención, dejando intactas las condiciones causantes del deterioro de salud de los wichí.
En este sentido la “visibilidad indígena” pasa por las marcas en el cuerpo –en tanto señales- que habilitan la asistencia por parte del sistema de salud formal. El cuerpo se convierte de este modo en una manera de testimoniar. Sin embargo, el cuerpo como testigo/evidencia adquiere dos sentidos diferentes: mientras que para la APS señala una falla/falta donde son los mismos sujetos los “portadores y productores de riesgo”, para los indígenas sus cuerpos constituyen el registro donde se inscriben las “experiencias de violencias superpuestas” (Espinoza Arango, 2007) a las que están continuamente expuestos.
Ahora bien, cómo es re-significada por los wichí de las comunidades peri-urbanas dicha visibilidad y qué implicancias tiene son los puntos a los que me abocaré en el siguiente acápite.
Cuerpos disidentes: las huellas en el cuerpo como el reducto de la resistencia
Es prácticamente imposible entender los modos en que los wichí de las comunidades peri-urbanas recrean construcciones de salud sin relacionarlas con los discursos médicos-asistenciales -recién señalados- que los interpelan. Es en esa relación subordinada y en la dinámica que moviliza a las intervenciones socio-sanitarias donde el “cuerpo deteriorado” o “sufriente” aparece en la formulación de demandas individuales y colectivas. Atravesadas por los criterios bio-médicos de APS para constituirse merecedores de la “ayuda” y al mismo tiempo encaminadas a denunciar las estrechas nociones de salud que ellos presuponen, dichas demandas apelan a la inscripción que en sus cuerpos han dejado el despojo, el arrinconamiento y el socavamiento de los recursos socio-culturales, producto del contacto con la sociedad criolla. Así, respecto a la preocupación por la desnutrición infantil en su comunidad, un wichí señalaba: “antes no se conocía enfermedad como ahora; el aborigen no enfermaba así, ahora sí, sin fuerzas quedamos”. En dicho sentido, un referente comunitario remarcaba:
“(…) Mi papa falleció a los 90 años, de viejo. Él se crio y murió en el monte. Antes la gente se moría de viejo, a esa edad. Muchos ancianos había y hoy en día ni llegan a los cincuenta o sesenta. Quedan pocos viejos. Yo me crie en el Pilcomayo, en Pozo el Tigre. Mis alimentos han salido del monte. Yo salía con mi papá, nunca enfermaba. Los problemas son ahora, por lo que trajo el desmonte”.
Asimismo, en relación a la falta de recursos de las familias de la comunidad, un wichí me comentaba:
“De más problemas tenemos acá. En la época de antes no se conocía problema. (…) No había harina, no había arroz, no había azúcar. Pero la gente gordo, sana. Yo como fideo y siempre estoy enfermo, no sé por qué. Antes se comía corzuela, quirquincho, conejo, acutí, pero gente gordo, bien sana. Ahora la gente come arroz, fideo y papa”.
En otra oportunidad, refiriéndose al presente de su comunidad otro wichí, afirmaba:
“El aborigen ya no tiene, no hay. Faltan de alimentos, hay mucha desnutrición, mucha enfermedad por los malos alimentos que