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Y el arte (de la pintura) se hizo carne. Transfiguración del arte colombiano


Resumen*

Este viaje por “esa área incierta” como la ha llamado Michel Feher en su libro Fragmentos para una historia del cuerpo humano, sirve de inicio para el recorrido a campo traviesa por el cuerpo en el arte colombiano desde la llegada de los conquistadores hasta las últimas tendencias. Este escrito hace parte de la tesis de Maestría en Estética, presentado en el año 2010 para acceder al título en la Facultad de Ciencias Humanas y Económicas de la Universidad Nacional sede Medellín, por lo tanto el ocuparme del cuerpo no ha sido un empezar algo, es el corpus continum de este proceso como artista.


Este corpus es como bien lo ha podido llamar el profesor Jaime Xibille: saprófito del libro de Pere Salabert: Pintura anémica, cuerpo suculento. No será un análisis equilibrado, pues de algo tan inestable como el arte no se puede esperar otra cosa, se trata más bien de hacerle un corte trasversal al devenir del arte colombiano y específicamente a la representación del cuerpo humano, es un corte estratigráfico, para distinguir esas capas estéticas se nacen, avanzan, se entrecruzan, se sobreponen y desaparecen a lo largo de este corte, metáfora telúrica donde la piel de la tierra sirve como soporte metafórico a esos sedimentos cromáticos que se han depositado en las capas del arte colombiano pero que luego se trasforman en carne viva para darle paso a un cuerpo que dejó de ser representación para pasar a ser presentado, obra en carne viva. No se trata de interpretar el contenido hipotético de unos cuadros, más bien, consiste en el examinar el contenido de un decir relativo a la presencia.


Pareciera un viaje histórico pero más acontece por un desplazamiento estético siguiendo las huellas que va dejando el rastro de eso llamado cuerpo, desde la época virreinal, la pesadez de la época barroca, los cuerpos académicos del siglo XIX, las estéticas avaladas por Marta Traba, hasta encontrarnos con unos cuerpos que se desprenden de su postración bidimensional hasta recuperar su tridimensionalidad incluso, su condición de cuerpo en tránsito hacia lo perecedero, cuerpo que ocupa un lugar en el espacio, como el graffiti que en el año 2010 se escribió en la entrada de la Universidad Nacional en Bogotá: Todo cuerpo pesa, y si tiene vida; respira, se aquieta y se desplaza, crece y se disminuye, que a muy a su pesar se le ha querido negar, evaporar, desvanecer, atomizar, pero que aún persiste y se resiste haciendo presencia carnal en el arte de estos últimos años. Dispositivo que ha conquistado un espacio más real y que se manifiesta como un componente conclusivo, un cántaro que contiene y retiene fluidos y pensamientos.


Los meandros de la carne

Los átomos constituyen las cosas mientras los simulacros constituyen las imágenes, los simulacros hacen sensible lo insensible, los cuerpos de las guerras por ejemplo, es en las imágenes que las cosas devienen sensibles, y la luz permite este fenómeno, el espectro que emanaba de los cuerpos según los griegos. Luz geográfica, epidérmica, desciende en su forma cónica, transverberando en imagen cromática un cuerpo que se desenvuelve para hacerse y deshacerse en una silla. Es la epifanía que da a conocer la belleza pero en un soporte que copia eso que llamamos realidad, emergen figuras que flotan en una nada espiritual bañados por una luz de una ave luminosa, cuerpos con más espíritu que carne.


Líneas y colores, cuerpo de un cuerpo es lo que vemos en las composiciones pictóricas abstractas de Guillermo Widemann, cotidianidad de una atmosfera cargada de trópico. Octavio Paz propone que la imagen del cuerpo no se inventa: se desprende como un fruto o un hijo del cuerpo del mundo. Y aquí volvemos a los meandros, a esos causes curvilíneos en la obra de Widemann, cuerpo del cuerpo de la pintura, recodos donde la luz se pierde en el laberinto de las formas, vestigios, indicios, marcas donde el arte retorna a la vida, cuerpos texturales los llamó Juan Gustavo Cobo Borda, cuadros ebrios de componentes.


La representación al haberse engullido la objetualidad en aras de acercarse a la verdad, apenas ha llegado a ser copia delgada, cuerpo demacrado, escuálido, queda entonces llenar esa representación con la presencia de la carne, con cuerpos que se desplazan, se agitan, sudan y respiran como el la acción plástica de Carlos Pérez y Umberto Casas El septimazo, 1994.


Capas dérmicas

Membrana osmótica, donde se puede leer y se deja graficar, contenido de flujos y vísceras, ¿cómo una víscera pasa a ser un órgano sagrado? Y después beneficiario de la propuesta de Juan Camilo Uribe que aparece en las repeticiones de sus sagrados corazones populares. Y de este órgano sagrado paso a cuerpos que no son cuerpos, liviandades suavizadas en capas tenues de óleo anónimo que cuelga en las paredes húmedas de la iglesia del Divino Salvador en Sopó, Cundinamarca, cuerpos dramatizados en su mortecina luminosidad, ambigüedad transustancial en el amplio repertorio hagiográfico cristiano, carne apenas se asoma en ese paso de la luz a la sombra, formas andróginas que parecen estar en un estado gaseoso, acaso, espiritualidad representada y somatizada, de las talarías en los pies a la zoomorfía que se asoma en sus espaldas, seres dípteros . De esas suaves capas de óleo encontramos un estrato que contiene la tridimensionalidad en la frágil composición de la arcilla que volverá a su estado primigenio, cuerpo fragmentado que se diluye para advertirnos que somos formas sometidas a fuerzas que nos trasforman, cuerpos arcillosos de Nubia Roncancio. Y antes de esas manifestaciones plásticas del cuerpo humano, se representaba un cuerpo con una carga mitológica que no fue entendida y por lo tanto usurpada, avasallada y reemplazada, ese cuerpo pasó de las formas sintetizadas a formas oscuras, bidimensionales y patéticamente agredidas para así dar paso a otro cuerpo vaporoso, portador de un mensaje para una virgen desnuda y en estado de preñez que provoca el cambio de nombre: de anunciación a desnudo, para saber que era lo mismo: un desnudo anunciado o una anunciación desnuda, es la misma luz del desnudo de Darío Morales pero hecha escándalo, facto en la obra de Carlos Correa.


Repetición de unas carnes que se acumulan en el trabajo de Juan Camilo Uribe, carne sacra redimida de las sombras periféricas que ahora pasa a ser alumbrada por la luz de la cultura oficial. Unas figuras que representan la impureza del cuerpo y que se flagelan para purificación, marcas en una piel de óleo, Santa Rosa de Lima, la doble rosa encarnada, pero que se asemeja al roce que roza la piel de Rosemberg Sandoval, de Sandoval emerge ese líquido vital mientras que de la santa no puede salir nada, solo ese rastro pictórico para conmover a los creyentes, la santa en su maniobra tan solo puede ser contemplada mientras que de Sandoval gotea el bermellón que en su fuga hará un Pollock sobre el piso blanco del Museo de La Tertulia, fluidos de realidad anatómica, de hecho, los dos son símbolo de sacrificio: esta es mi sangre, este es mi cuerpo, en la acción de Rosemberg Sandoval.


De las marcas en la tela a las estrías de la carne

Es el ojo, el que inventa las cosas, dijo Edgar Degas: el dibujo no es la forma sino la manera de ver la forma, como el de Santiago Cárdenas que nos muestra los hábitos urbanos de una prenda que se cuelga en su descanso, vestido que se vuelve cuerpo, cuerpo que se hace y se deshace en sus posturas generando una tensión entre lo real y lo posible de las fibras del vestido a las fibras de papel, dibujo que se acerca a su modelo pero que se aleja cuando nos acercamos, una alusión a una ilusión. Similar es la percepción con el trabajo de Oscar Muñoz, en ese sistema de representación que el observador percibe siendo capaz de ver siluetas de cuerpos detrás de esa cortina de baño, detrás la otra realidad pintada, paralela al recuerdo, fluidos de pigmentos de una situación acusa, acuosidad que retoma forma en algunas capas y que ganan en expresión en los cuadros del Maestro Juan Antonio Roda pintados entre 1964 y 1965, los aportes dramáticos que hace Roda al retrato de Felipe IV, son pinceladas del sufrimiento real, la angustia, la desolación y el precario estado de salud del Felipe IV construyen esta serie de retratos. De ese cuerpo maltrecho del rey español pasamos a otro cuerpo sufrido, donde la paradoja de la mirada sin ojos se revierte en unos dispositivos visuales que le devuelven la mirada a la santa ciega, se asocian lo místico- accidental con lo tecno-maquínico, pero estos ojos enbandejados en la propuesta de José Alejandro Restrepo, son ojos desorbitados que no pueden ver, y la angustia de ese no ver se pone de manifiesta en sus movimientos compulsivos pues tan solo son dos ojos protésicos invidentes. Miradas perdidas, como la de Horizontes de Cano, horizontes señalados pero que no se dejan ver, mirada que se extiende por el brazo hasta perderse en el horizonte del museo, puro iconismo en esas montañas andinas que si nos permite ver Miguel Ángel Rojas para volvernos al cuerpo de la pintura, con la costura y el frotage, el horizonte de Cano se hace cuerpo en lo Andino de Rojas, y esa línea horizonte se reitera y reafirma en el cuerpo de los horizontes rojos y los días azules de Patricia Bravo, cuerpo atrapado en una fotografía que nos remite a Mantegna, pero que en su planimetría suave se dramatiza con los nombres de esos cuerpos violentados en la realidad nacional.


De la horizontalidad escorzada de Patricia Bravo al cuerpo reclinado de Sergio Trujillo Magnenet, cuerpo hecho paisaje o la extensión de un paisaje en un estirado sueño, sin huellas en el soporte, así como el sueño, así como en los bodegones de Salcedo no hay iconicidad, la posibilidad visual está dada por la contingencia acústica, escritura que sirve de vehículo para la imaginación, escritura que sin cuerpo aparece y desaparece en Asidia, el trabajo de Clemencia Echeverry sobre un muro de la iglesia de Santa Clara, sitio donde la monja Josefina del Castillo escribió El libro de mi vida, rayos ultravioletas que permiten a la ausencia hacer presencia, un cuerpo místico del siglo XVII y una acción con el cuerpo del siglo XXI. El mundo: conjunto de cosas que llenan espacio, espacio que abre la obra del Maestro Luis Caballero, pulsionalidad de lo múltiple para acoger unos cuerpos sin rostro, anónimos, cuerpo caja que se despliega para dejar ver representaciones de cuerpos en un cubo que rodea al espectador , la violencia y la belleza acopladas en actos de seducción, violencia partidista que se solapa en el cuadro de Alejandro Obregón, como terreno preferido donde se labra, se ara, y se inscribe los actos macabros de nuestra realidad. Vientre donde se gestaba la esperanza pero que se cercenó, cuerpo tierra, cuerpo mujer en estado de suspensión, sombra de tierra tostada, sombra de tierra arrasada, la poética nos devela la belleza del horror. Un cuerpo en su fin el de Obregón y dos cuerpos que anteceden ese fin en Beatriz González, pero los dos en el principio de la metáfora plástica, cuerpo con cuerpo en Obregón y cuerpo color en González.


Signos por todas partes, como en los cuerpos pétreos de Nadín Ospina en donde el pasado precolombino es esterilizado y fundido con un comic televisivo, para así dejarlo entrar con aplausos al vulgar comercio del arte, hibridación extrema, copia recontextualizada para un público que preguntará por el contenido de algo ha sido vaciado de contenido, contenido que se sobre carga en el trabajo de Norman Mejía, pintura del gesto macabro, pintura de carácter, testimonio del martirio, ese que se place en el cuerpo de Raúl Naranjo, cuerpo aprisionado que se mueve de las ideas a la piel, líquidos que se expulsan, sudor y esos otros fluidos como el cementerio de Wilson Díaz, poner en evidencia lo que somos: excrecencias, materia abyecta, el mugre en el museo blanco, de nuevo, de Sandoval, pero está el otro lado, el lado místico, el oráculo de Dioscórides Peréz, su trabajo con la tierra o la urbe en Tzi Tzi Barrantes. Cuerpos hechos para ser presentados como propuestas plásticas, incluso para ser firmados como obras como el cuerpo de Fernando Arias… y el arte se hizo carne.


Bibliografía

  1. Barney C., E. (1970). Temas para la historia del arte en Colombia. Dirección de divulgación cultural, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá.

  2. Barthes, R. (1986). Lo obvio y lo obtuso, Paidos, Barcelona.

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  8. Fernández, C.A. (2007). Arte en Colombia 1981-2006. Universidad de Antioquia, Medellín.

  9. Gamboa, P. (1996). La pintura apócrifa en el arte colonial. Universidad Nacional, Bogotá.

  10. Salabert, P. (2003). Pintura anémica, cuerpo suculento. Barcelona: Laertes.

  11. __________ (2004). La redención de la carne. Universidad Nacional, Medellín.

*Texto tomado del Archivo Documental “Cuerpos, sociedades e instituciones a partir de la última década del Siglo XX en Colombia”. Mallarino, C. (2011 – 2016). Tesis doctoral. DIE / UPN-Univalle.

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