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Sexo, texto, escritura y deseo*



Si el cuerpo[1], como apuntó la artista audiovisual Barbara Kruger, constituye un campo de batalla es, sobre todo, porque está conformado en una encrucijada discursiva, como un intertexto que en sí mismo contiene aquello que le permite ser y aquello que lo puede devastar. La tradición occidental ha condenado el cuerpo al silencio y a la invisibilidad, complemento y contrario del espíritu, el verdadero protagonista del pensamiento. El legado platónico y, posteriormente el cartesiano, han afianzado la constitución y funcionamiento jerárquico de un conjunto de binomios relacionados e interdependientes que privilegiaban el primer término de cada par como lugar del saber: mente versus cuerpo, cultura versus natura, razón versus deseo, espíritu versus materia, acción versus pasión, civilización versus barbarie, eterno versus perecedero, sujeto versus objeto, conocimiento versus intuición… y la serie puede completarse con el par hombre versus mujer.


De este modo, si nos fijamos en la correlación entre los términos hegemónicos frente a la de sus subsidiarios al otro lado de la barra, podemos ver, en primer lugar, cómo ha sido expulsado el cuerpo del saber y, acto seguido, cómo se ha legitimado ya desde la potencia una vinculación desigual de los sujetos con el conocimiento: de este modo, también las mujeres han sido relegadas al afuera del conocimiento; y con las mujeres cualquier corporización de una sexualidad —o de un sexo— no ortodoxos. En el espacio de esta ponencia abordaré sucintamente los procesos de la materialización del cuerpo de Lucrécia Neves, la protagonista de A cidade sitiada, de Clarice Lispector. Esta indagación la desarrolla dentro de un proyecto mayor en el seno del grupo investigador Cuerpo y Textualidad, de la Universidad Autónoma de Barcelona, auspiciado por el Ministerio de Educación y Ciencia, del gobierno estatal, y por la Agaur, del gobierno autonómico catalán; en la que abordo y/o me propongo abordar —junto a esta novela de Lispector— textos de Christa Wolf, Margo Glantz, Cristina Peri Rosi y Flavia Company.[2] Inquirir a propósito de estos procesos exige plantearse la negociación que establecen con los límites y los lenguajes —los lenguajes de sus límites y los límites de sus lenguajes—; requiere, en definitiva, revisar los códigos de (auto) representación del cuerpo y el mundo, ambos materia, para tratar de dar posibles claves interpretativas entorno a la escritura del cuerpo (en el sentido más lato del sintagma). El cuerpo ya no puede ser pensado como una materialidad previa e informe, ajena a la cultura y a sus códigos. No existe más allá o más acá del discurso, del poder del discurso y del discurso del poder. Eso implica que el cuerpo tiene una existencia performativa dentro de los marcos culturales codificados (en el texto —A cidade sitiada— que nos ocupa, reunidos en el tejido plural de ciudad) que lo hacen visible y real. Nos convertimos en un cuerpo y lo negociamos, en un proceso entrecruzado con nuestro devenir sujetos, esto es individuos, ciertamente, pero dentro de unas coordenadas que nos hacen identificables, reconocibles, a la vez que nos sujetan a sus determinaciones de ser, estar, parecer o devenir. Y de sentir y/o percibir, por supuesto; ya que el cuerpo contribuye a constituir la(s) identidad(es) con la gracia de representar el mundo en la experiencia de la percepción vivida, sin dejar de ser un objeto del mundo representado.


Dicho de otro modo —y en palabras de la filósofa Corinne Enaudeau—: el cuerpo tiene “[e]l poder de estar allí como la cosa sentida, y aquí como la cosa sintiente” (Enaudeau, 2004: 63). En La ciudad sitiada, publicada en 1949 y traducida recientemente al español por Elena Losada, las categorías subsidiarias de los binomios antes enumerados se unen para si no dominar al menos resistirse a las categorías hegemónicas que sustentan (y son sustentadas a la vez por) el poder falogocéntrico, y se atrincheran en lo liminar y paradójico; esto es: en una representación que se conforma con la percepción sin palabras; en un proceso de subjetivación que nace de la objetivación del yo en el mundo; o en una humanidad aprehendida extramuros, en el ámbito más cercano a la barbarie o a la naturaleza animal. Y, por supuesto, todo ello, con la materia del cuerpo de una mujer como principal instrumento. En efecto, esta novela teje una identificación-confusión entre el pueblo-ciudad de S. Geraldo y la protagonista del relato: Lucrécia Neves; de modo que el cuerpo de la mujer y el espacio urbano desarrollan desde el inicio hasta el fin del libro una peculiar relación de contigüidad y continuidad no siempre harmoniosa pero a todas luces, indisociable. En el centro de la misma, posibilitándola y complejizándola a la vez, reside el engranaje de inscripción de Lucrécia como sujeto material en el mundo (su modo de actuar en él y dejarse actuar por él) fundamentado exclusivamente en la mirada y su campo semántico afín. Lucrécia Neves mira, ve, espía… Espiar le gusta especialmente porque entonces “[l]as cosas parecían tan sólo desear ‘aparecer’ y nada más. ‘Yo veo’, era lo único que podía decir” [93]. Desde la mirada entra en relación con el mundo de modo que su percepción del mismo viene a través de la percepción de las cosas que lo integran, de cada una, separadamente. Su entorno es una enumeración de objetos percibidos y el esfuerzo de Lucrécia reside en intentar entrar en contacto con la cosa en sí, sentir la presencia de la cosa sin mediación alguna. Incluso ella misma se autopercibe a menudo como un objeto de ese entorno, espejada y especulada tanto en espejos de cristal como en espejos simbólicos que ella misma no puede considerar así, porque un símbolo implica una sustitución de algo que jamás estaría dispuesta a admitir, y que no obstante cumplen todos los hombres con quienes establece relaciones sentimentales (Felipe, el extranjero; Perseus, el estudiante; Mateus, el esposo adinerado; o Lucas, el médico), o que incluso desempeña Ana, su madre viuda, así como cualquier persona con la que se cruce por la calle. Si su mirada reconoce la presencia de los objetos, la mirada del otro que la mira, la instituye también a ella:


Pero no era sólo ella quien veía. De hecho un hombre pasó y la miró. Ella tuvo la impresión de que él la había visto estrecha y alargada, con un sombrero demasiado pequeño, como en un espejo. Parpadeó perturbada, aunque no supiese qué forma escogería tener; pero lo que el hombre ve es una realidad. Y sin darse cuenta la joven tomó la forma que el hombre había percibido en ella. Así se construían las cosas. [47]


La mirada del otro nos espía, nos ve, nos asedia o, tal vez, incluso nos inventa, nos desea o nos juzga. Si la apariencia es una realidad, ¿somos también lo que el otro ve en nosotros/as? ¿Hasta qué punto el cuerpo nos dice y cómo nos representa? ¿En qué espejos podremos por fin reconocernos? ¿En qué imágenes? ¿En qué discursos? Como S. Geraldo, Lucrécia está en estado de sitio.


¡La ciudad era una fortaleza inexpugnable! Y ella intentando imitar al menos lo que veía: ¡las cosas estaban como allí! ¡Y allí! Pero era necesario repetirlas. La joven intentaba repetir con los ojos lo que veía, quizás sería la única forma de apoderarse de ellas. [47]


Poseída por este afán metafísico, asistimos una y otra vez al rechazo defensivo sistemático de la protagonista: la resistencia hacia el pensamiento de la cosa y o la imaginación de la cosa.


Todo estaba a mano.

Y esto era lo importante para una persona en cierta manera estúpida; Lucrécia no poseía las sutilezas de la imaginación sino sólo la limitada existencia de lo que veía. [90]


O más adelante:


[…] cómo conseguir pensar, si todo aquello estaba hecho de cosas de las cuales se quisiese pedir una prueba… Para mantenerlas era únicamente necesario creer e incluso no dirigirse a ellas [...] [91].


Por una parte, el pensamiento supondría poner en relación desigual a las cosas entre ellas, jerarquizarlas, organizarlas, determinar cuáles venían como consecuencia de otras, intentar comprenderlas… Por otra parte, la imaginación la llevaría a inventar la cosa o, todavía peor, a convocarla a través de las palabras. Decir es entregar la cosa al reino de la duplicación de la realidad que supone el lenguaje. El objeto se pierde y es sustituido por otro. El afán de Lucrécia se ubica, pues, en el binomio ausencia/presencia que ha cruzado la filosofía occidental -desde Platón a Derrida- y que emerge cada vez que se pregunta a propósito de la representación. La plenitud de tan ansiada comunión con las cosas de la realidad se cumpliría solamente si estas cosas fueran capaces de autopresentarse y ya no requirieran de ningún código —como las palabras— porque, en caso de existir, las palabras serían lo mismo que la cosa. Pero las palabras no son las cosas.


Qué diría entonces si pudiese pasar de ver los objetos a decirlos… Era lo que ella, con paciencia muda, parecía desear. Su imperfección venía por querer decir, su dificultad de ver era como la de pintar. Lo difícil es que la apariencia era la realidad. [67]


Ante la imposibilidad de decir la cosa, Lucrécia instituirá su cuerpo como el instrumento de aprehender la realidad mediante el gesto. El gesto no dice, imita y/o, a lo sumo, señala la cosa. Como cuando ve una silla perfecta: “Lucrécia Neves la miró y reprodujo con la cara, imperceptiblemente, la expresión de la silla.” [98]. Este sistema de representación gestual la remite a un estadio anterior al logos y, por supuesto, al pensamiento; la lleva al origen de la civilización occidental al instante apenas inmediatamente anterior al fundacional:


Soñar que era griega era la única manera de no escandalizarse, y de explicar su secreto en forma de secreto; conocerse de otro modo sería el miedo. Ella existía antes de que los griegos pensasen, porque pensar sería tan peligroso. Griega en una ciudad todavía no construida, intentando nombrar cada cosa para que después, a través de los siglos, tuviesen el sentido de sus nombres. Y su vida erguía, con otras vidas pacientes, lo que se perdería más tarde en la propia forma de las cosas. […] ¿Qué quedaba de Grecia? La insistencia, porque ella todavía señalaba. [84]


Ella señala, como una estatua. Pero es una estatua que ve y eso la lleva a constituir también una representación de la realidad, aunque rehúse recurrir a la palabra. Cada gesto de Lucrécia inaugura una posible vía de conocimiento que ella no explotará y que se extinguirá con el gesto mismo de la mujer. En efecto, ver y decir construyen sendas representaciones, cada actividad su propio objeto, sin que por ello haya o tenga que haber ninguna correspondencia entre ambos objetos representados. Para corresponder a la materia, Lucrécia pone la materia de su cuerpo; el gesto, la impresión. Quiere aprehenderla pero no entenderla, ni conocerla, ni saberla, ni organizarla…


Así fue como escapó de saber. La chica tenía suerte, por un segundo siempre escapaba. La verdad era que, por este segundo de diferencia, otra persona comprendía de repente. Pero también era verdad que por ese mismo segundo otra persona sería fulminada. S. Geraldo estaba lleno de personas iluminadas que se agitaban llenas de alegría en la ambulancia del Hospicio Pedro II. Lo principal era realmente no entender. Ni siquiera la propia alegría. [89].


De un modo parecido, Lucrécia no está dispuesta a que su existencia material de cosa en sí se traduzca sustituida por un lenguaje ajeno. El matrimonio con Mateus supone una alianza (más que un compromiso). La boda y el abandono de S. Geraldo para vivir en una “verdadera metrópolis”: “Incluso en su ciudad Mateus Correia seguía siendo un forastero […]” [115]. Los parámetros identitarios que marcan nuestra pertenencia a un colectivo vinculado a un espacio cerrado (la ciudad amurallada) se pierden en la metrópolis moderna.


Se había pensado que aliándose con un forastero se libraría para siempre de S. Geraldo y caería en la fantasía se había engañado. Había caído de hecho en otra ciudad -¡qué!, en otra realidad- sólo más avanzada porque era una gran metrópolis donde las cosas ya se habían confundido de tal manera que los habitantes o vivían en un orden superior a ellas o estaban aprisionados por algún engranaje. Ella misma había sido atrapada por uno de los engranajes del sistema perfecto. [116]


Ella es -¿era?- Lucrécia de S. Geraldo pero, como ella misma, la ciudad también ha trazado sus propias alianzas. El proceso de ingreso de S. Geraldo a lo urbano supone, como desgrana maravillosamente José Luís Pardo (2002), un cambio en el modo de vida y la pérdida de una espaciotemporalidad específica, esto es: delimitada y cerrada.


Las murallas, elementos arquitectónicos que caracterizaban a las ciudades premodernas, además de su evidente función de defensa militar y garantía de la paz civil […] satisfacen la función simbólica de diferenciación de la barbarie.[3] [4]


Lucrécia Neves es —como Ana le recrimina— una patriota de S. Geraldo. Existe dentro del espacio de su ciudad; pertenece a S. Geraldo, forma parte de ella: “Allá estaba la ciudad […] Pero no había como sitiarla. Lucrécia Neves estaba dentro de la ciudad.” [68]. Por lo tanto, la ciudad sitiada —como la protagonista, materia ella misma de S. Geraldo que mira S. Geraldo, asediada y asediadora a la vez—, preservan su sistema defensivo (que es a la vez su cárcel) procurando por las cosas en su verdadera naturaleza. S. Geraldo: la ciudad premoderna como último reducto de un micromundo identitario y autónomo que no puede ser dicho, puesto que debe permanecer fuera del alcance, fortalecido por la rotundidad de una mera inscripción material. Al casarse con Mateus, Lucrécia medra y se traslada a vivir con su esposo a una verdadera metrópolis moderna, en la que actúa dentro de su papel de la perfecta, feliz y rica mujer casada. Un día, contemplando los peces del Acuario, se da cuenta de repente de su condición: “El único lugar donde podían vivir era también su prisión. Eso fue lo que ella vio, tozuda, comparando el agua de los peces con S. Geraldo.” [115]. Y regresa con Mateus a S. Geraldo que, no obstante, como ella y al mismo tiempo que ella, también ha progresado en una particular boda con la modernidad: “Otras miradas que no eran la suya habían transformado el pueblo.” [123]. Su ciudad ya no la necesita: “[…] ella había perdido su antigua importancia y su lugar inalienable en el pueblo.” [130-131]. S. Geraldo, abierto, vencido, entregado al crecimiento extramuros de la especulación: “Incluso había planes para la construcción de un viaducto que uniría la colina con el centro de la ciudad… [131]”. Se urbanizan aquellos terrenos que habían constituido el campo en el que antes se libraban duras batallas para preservar la autonomía del pueblo, para garantizar su libertad, su poder de poder contener el mundo entero y a todos sus habitantes unidos por el sentido de pertenencia a S. Geraldo.[4] “Los terrenos de la colina ya empezaban a venderse para futuras edificaciones, ¿adónde irían los caballos?” [131]. Junto con la estatua y la ciudad, otra identificación recorre el texto: la de Lucrécia con los caballos de S. Geraldo, que pastan por la colina, atalaya de defensa (y asedio) de la ciudad en ciernes. Antes de verse envuelta en este proceso de modernización que la despojará de su agentividad y de su sentido de pertenencia, Lucrécia —como los caballos— escapará de un S. Geraldo ya preparado para cambiar de nombre, para bautizarse como distinto.


Pero ella lo abandonaría y abandonaría la ciudad mercantil que el desmesurado orgullo de su destino había levantado, con un aterramiento y un viaducto hasta la colina de los caballos sin nombre. Se había levantado el sitio de S. Geraldo. [182].


Alguien ha osado decir S. Geraldo; ha habido un cambio de naturaleza en el lugar. El paso de la ciudad compacta a la ciudad difusa rediseña el espacio de modo que éste se convierte en una aglutinación de espacios independientes, más o menos próximos, pero desconectados. Esta distribución de la urbe moderna nos convierte, a juicio de Graziella Trovato, en seres autistas en tanto que “nuestros sentidos parecen imposibilitados para percibir el rostro de una ciudad que, al perder su frontera, se ha pulverizado en un conjunto de fragmentos sin relación aparente.” [29]. Hecha para mirar una ciudad que está a punto de dejar de existir y que, a su vez, estaba hecha para ella que la miraba, a Lucrécia no le quedará más que la huida, trotando por los síntomas de humanidad que le preserva su naturaleza equina: escapa, como lo hace la cosa en sí de cualquier representación que se quiera completa y acabada; como tampoco este texto habrá logrado decirla.



Bibliografía

  1. ENAUDEAU, C. La paradoja de la representación. Traducción de Jorge Piatigorsky. Buenos Aires: Paidós, 1999.

  2. LISPECTOR, C. La ciudad sitiada. Traducción de Elena Losada. Madrid: Siruela, 2006.

  3. PARDO, J. L. “La ciudad sitiada. Guerra y urbanismo en el siglo XX”, en Escuela Contemporánea de Humanidades, Ciudades posibles. Madrid: Lengua de Trapo, 2003: 1-23.

  4. TROVATO, G. “La ciudad escaparate”, en Escuela Contemporánea de Humanidades, Ciudades posibles. Madrid: Lengua de Trapo, 2003: 25-41.



*Tomado del Archivo Documental “Cuerpos, sociedades e instituciones a partir de la última década del Siglo XX en Colombia”. Mallarino, C. (2011 – 2016). Tesis doctoral. DIE / UPN-Univalle.


[1][1] Este texto es para María Fernanda Álvarez y para Mireia Calafell quienes, para decirlo desarticulando un refrán español, me brindaron la ocasión y yo no supe (o no quise) evitar el peligro.


[2] Cuerpo y textualidad es un grupo investigador vinculado al departamento de Filología Española de la Universidad Autónoma de Barcelona, reconocido por la AGAUR (SGR2005-1013), y que desarrolla el proyecto “Los textos del cuerpo. Análisis cultural del cuerpo como construcción genérico-sexual del sujeto (fin de siglo XX-XXI)” (HUM2005-4159/FILO).


[3] Esta barbarie ligada al extranjero es —como el propio Pardo precisa— una representación imaginaria etnocéntrica que desempeña sus funciones sociopolíticas y satisface problemas reales bajo la mitificación del otro exterior.


[4] “[E]l proceso mismo de construcción, de edificación, y sobre todo de planificación, es ya una guerra, y la ciudad un campo de batalla por la apropiación del espacio urbano”, advierte José Luis Pardo (2002: 13).


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