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Otra forma de uso cultural del cuerpo. La memoria*



Resumen

El presente trabajo argumenta que el cuerpo humano, además de tener distintos usos en la era global, como su uso estético, de inclusión o exclusión, de sexualidad, de ciber, de tráfico de órganos, etcétera, puede tener un uso cultural y de mayor tradición. Lo que aquí se esgrime es que el cuerpo, y las distintas partes que lo configuran, en diferentes culturas y momentos lo han considerado como un recipiente, como un instrumento, como un artefacto de la memoria colectiva. La memoria colectiva se concibe como un proceso social de reconstrucción de un pasado experimentado y significado por una sociedad. En este caso los viejos posibilitan que este proceso de reconstrucción se lleve a cabo; asimismo, se plantea al cuerpo como artefacto de la memoria de una sociedad. Por eso es que, en distintos sitios y momento, los cuerpos muertos o bien se mantienen, por ejemplo embalsamados, o bien se ocultan, por ejemplo se mutilan y dispersan, para que el recuerdo se mantenga o el olvido se haga presente, según sea el caso. La tesis es que la memoria colectiva se edifica, entre otras cosas, sobre la base de la concepción del cuerpo.


Del cuerpo

El cuerpo ha tenido innumerables formas de uso: van desde el culto a éste, como las prácticas de la belleza que se le endosan, hasta el tráfico de algunas de sus partes, como ocurre en la actualidad, pasando por el tributo que se le rinden a pies, manos, barriga, ojos u orejas. Asimismo, el cuerpo es visto en dos planos o espacios con un claro límite: la piel. Sobre ella o al interior de ella, hay una capa exterior, que sirve para distinguir, por ejemplo, entre lo interno y lo externo. Idea de sentido común. Por caso, sirve para percibir los estímulos del mundo exterior y distinguirlos de la experiencia interior. Los tímidos lo saben: sólo lo de adentro los mantiene seguros; los extrovertidos también lo saben: lo suyo es la exhibición; los nerviosos lo experimentan, al morderse los dedos; los desesperados tintinean la mesa o la silla con las extremidades. Para algo ha de servir el cuerpo, aparte de vestirlo, como para moverse, para expresar, por ejemplo los gestos y las sonrisas, para coquetear, con la mirada o con las caderas, para ahuyentar, con la mirada o con el puño.


Algunos usos del cuerpo: el individuo

El siglo XX, por su parte, recortó el cuerpo en dos: caras y cuerpos: se atiende y se mira a uno u otro. El rostro ejerce su influencia hasta los dos metros, ver el cuerpo a menos de esa distancia es mal visto. Es como voyerismo. Perversión es mirar tobillos, axilas o partes íntimas. La cara es de inteligencia o de tonto. El cuerpo es de tentación o no lo es. Pero no a la inversa, es decir, no hay cuerpos inteligentes ni caras de tentación. En el siglo XX los retratos de cara son superiores a los de cuerpo entero; pero en el siglo XXI el cuerpo empieza a dominar (Fernández Christlieb, 2005). Eso se percibe hasta en las campañas de la clase política, Alejandra Barrales y Lorena Villavicencio incluidas. En la parte posterior de la cabeza, por ejemplo, se depositaron facultades, como la mente. Ello, en parte, porque el siglo XX privilegió al individuo. La psicología hizo su panacea. Aquello que se encontraba en el exterior, en lo cultural, fue depositado en el interior del individuo. Sea en la cabeza o en otras partes del cuerpo. Revisemos: en la cabeza se puso el pensamiento. En el corazón los sentimientos (más aún, el primero se volvió masculino y lo segundo se feminizó, así tenemos como resultado que la modernidad dicta que hay hombres racionales y mujeres sensibles). Sigamos: sensación adentro y percepción afuera. Memoria y aprendizaje adentro y visión afuera. En el centro de toda esta perspectiva, dominante ella, el individuo y su cabeza. Éste es quien siente, piensa, recuerda, mira, percibe, etcétera.


Los viejos, el cuerpo y los recuerdos

A la par de todo esto, no obstante, existe una manera de "mirar" el cuerpo, de "reconocerlo", y que proviene de siglos, tal vez milenios, atrás, y sigue arraigada en el tiempo y en distintos lares. Veamos. No es con los griegos ni en sus tiempos que inicia esta forma de uso del cuerpo, pero los griegos son, en muchos asuntos, el punto de arranque o el pretexto para comenzar a explicar ciertas perspectivas. Ésta no es la excepción. Con los griegos surge hace más o menos 25 siglos el denominado "arte de la memoria", arte que privilegiaba el discurso, los lugares y las imágenes para el recuerdo (Yates, 1966). Aunque los indicios del uso del cuerpo para tales efectos y tareas también se dejan entrever ya ahí. Puede catalogarse como ancestro de los viejos a Hippias, el retórico griego, que con su erudición tenía un “conocimiento enciclopédico” y “llegó a ser el receptáculo viviente de todo el conocimiento humano” (Vernant, 1999: 23). Ese Hippias, por ejemplo, podía escuchar cincuenta nombres y acto seguido repetirlos verbalmente. De Tucídides se dice que era un “buen relator”, por tanto se creería que también buen recordador. Varios nombres griegos saltan bajo esas cualidades: buenos recordadores. El propio Séneca, “el sabio”, esgrimía tener la capacidad verbal de repetir dos mil nombres. Y de Latro se dice que llegaba a la casa de subastas desde temprano hasta la puesta del sol y podía recordar todos los detalles de las ofertas y las ventas (Billig, 1986). Esa línea, culturalmente, se fue perfilando paralos viejos: ser recordadores. Recordar es “pensar de nuevo”, “volver a sentir” (Gómez de Silva, 1985). El recuerdo alude a algo más que la simple “evocación” o a la “reminiscencia”. El recuerdo es una “actividad íntimamente marcada por un sentido del pasado”, toda vez que es una “actividad característica del establecimiento de las Identidades” de los grupos o personas (Radley, 1990: 67).


Y desde siglos, sino es que milenios atrás, los viejos, por más individualista que pueda percibirse a una persona, tienen un papel cultural, asignado por una comunidad, grupo o sociedad: ser los comunicadores del pasado. Los viejos en ciertas comunidades, y en las familias, han de virar hacia el pretérito, trayendo esos tiempos, o sus narraciones, al presente. El propio Nietzsche (1874:116) adjudicaba esa función a las personas mayores; de ellos decía: “A la edad senil corresponde una actividad de viejos que consiste en mirar hacia atrás, pasar revista, hacer balance, buscar consuelo en el pasado mediante la memoria; en resumen: cultura histórica”. El tiempo presente, para los viejos, es momentáneo, fugaz, incluso llega a carecer de importancia: “Cuando te vuelves viejo, de alguna manera, regresas a tus raíces”, escribe Umberto Eco. En las buenas familias, suele escucharse que "todo pasado fue mejor", aludiendo a que es en el tiempo anterior donde lo significativo, importante y valioso de la vida ha estado. Esa es justa la reflexión de los ancianos: el pasado es mejor que el presente. Lo cual no ocurre únicamente en el terreno de lo individual, puede observarse en lo comunal y en lo societal. En lo comunal los viejos no esperan pasivamente que los recuerdos lleguen, van en busca de ellos, interrogan a otras personas, contrastan, reflexionan, piensan, revisan sus papeles, sus fotografías, sus cartas, reconstruyen, recuerdan y cuentan lo que recuerdan y en ocasiones lo escriben: “el anciano se interesa más por el pasado que el adulto” escribió Halbwachs (1925: 142). Ese interés por el pasado, algo adormilado por algún tiempo, se entiende en el paisaje de exclusión social, al no ser considerado más como parte de la lógica productiva y utilitarista, y entonces lo que los viejos pretenden es reinsertarse narrando lo que en la sociedad ha ocurrido: es depositario de interés. En el terreno cultural, de antaño viene la tarea: no hay supervivencia sin memoria y tampoco identidad. De ahí que se estableciera un rol para los de mayor edad: “el anciano de la tribu que, por la noche, debajo de un árbol, narraba las hazañas de sus antepasados. Transmitía esas leyendas a las jóvenes generaciones, y de este modo el grupo mantenía su identidad” (Eco, 1998: 236). Por eso, incluso, se componen los mitos fundadores, como el del águila y la serpiente en un lago o la tan famosísima última cena: éstas son memorias narradas[1]. En otros tiempos, pero también en culturas actuales (África y culturas de México y Sudamérica), los ancianos son depositarios y guardianes de las tradiciones y de un cierto conocimiento, porque han recibido esos conocimientos de manera más temprana que otros y porque cuentan con el tiempo libre suficiente como para comunicarlo a las futuras generaciones: “No es menos verdadero que la sociedad, atribuyendo a los viejos la función de conservación de las huellas de su pasado, les aliente a consagrar todo cuanto les resta de energía espiritual a recordar” (Halbwachs, 1925: 143). A esta edad no se tiene más recuerdos que cuando se era adulto, sólo que en este periodo, en términos sociales, se dispone de más tiempo para explayarse en el recuerdo sin que se reclame que se está perdiendo el tiempo, y el anciano pone todos los elementos con los que cuenta para esa tarea. Tal tarea se puede observar en demasía, anteriormente en sociedades sin escritura, actualmente en sociedades tradicionales y en sociedades pequeñas, donde la oralidad es columna vertebral de la comunicación: “las tradiciones orales parecen tercas y duraderas casi en todas partes entre los pueblos analfabetos. No se destruyen en su primera exposición al mundo de las letras”, ha señalado el historiador Robert Darnton (1984: 26).


En múltiples ocasiones narración y oralidad confluyen para reconstruir experiencias pasadas, y así reordenan el proceso social de una colectividad. Y eso es justamente lo que le da vigencia a anteriores prácticas, saberes y procederes: la oralidad fue el primer camino que siguió la comunicación del saber. Y es que, en efecto, “los relatos son la moneda corriente de una cultura” (Bruner, 2002: 32). Son ilustrativos de estas sociedades y culturas los especialistas de la memoria, los denominados hombres-memoria, custodios del conocimiento pasado, de los códices, también llamados historiadores tradicionalistas, que devienen “memoria de la sociedad” y depositarios de lo que después, en algunos casos, se convertirá en historia. En estos hombres-memoria entran, por supuesto, los sacerdotes, los jefes de familia, bardos, personajes ellos que por su posición social en las sociedades tradicionales cumplen con la función de mantener la cohesión del grupo. No es gratuito que en el medioevo se venerara “a los ancianos sobre todo porque veía en ellos a los hombres-memoria, prestigiosos y útiles” (Le Goff, 1977: 156). Al igual que no carece de sentido el que en diferentes lugares de África cada viejo que muere “es una biblioteca que se quema” (Auge, 1992: 16).


En México, por ilustrar, al menos dos movimientos insurgentes de arraigo campesino e indígena en el siglo XX han tenido a su "viejo" ese que les ilustra, que les ilumina, que les aconseja, que les brinda conocimiento en su resistencia. Aquel a quien se escucha. Uno, es el de Lucio Cabañas, quien recibía consejos de un "viejo" que le señalaba cómo debía moverse, que pasos debía dar y cómo debía actuar ante la embestida del ejército. Era ese conocimiento antiguo, de resistencia, ese que se había forjado en otras luchas, como la zapatista de principios de siglo y que ahora, como memoria, ayudaba a la de Lucio Cabañas para sobrevivir en su empeño por mejorar la vida de su gente. El otro movimiento, es el del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, muy conocido es su denominado "viejo Antonio", una especie de "pepe grillo" del subcomandante Marcos, en tanto que le indica caminos a seguir, estrategias a utilizar, formas de proceder y maneras de actuar. El viejo Antonio es todo un emblema en el zapatismo de fin de siglo. Ambos viejos, tanto el de Lucio como el de Marcos, no son sino memoria puesta al servicio de la resistencia de los pueblos excluidos, en el presente; es pasado actuando, es resistencia ancestral. Estos viejos son echados a andar como conciencia de estos dirigentes, en tanto que en los movimientos que representan los viejos son autoridad, son conocimiento, son sabiduría, son comunicadores, son una instancia de decisión. Son los que hablan. Y en muchas ocasiones son quienes deciden. A ese “viejo Antonio” los griegos lo denominaban Mnemón, personaje que guardaba los recuerdos del pasado para la toma de decisiones en torno a la justicia. La escritura, al paso del tiempo, les ayudó en esa tarea. Entretanto, la piel Pero el recuerdo no sólo se inscribe en lo que los viejos comunican, también se asienta en el cuerpo, por ejemplo, en la piel: “La piel es el depósito de los recuerdos, almacén de nuestras experiencias impresas en ésta, banco de nuestras impresiones, geodésica de nuestras fragilidades. No busquemos lejos ni dentro de la memoria: la piel se graba igual que la superficie del cerebro, también escrita, quizá de la misma manera” (Serres, 1985: 95)[2]. “Hay que respetar la memoria, incluso cuando es cruel”, advierte Umberto Eco (1998: 236), porque de lo contrario se amputa el pasado. Los eventos dolorosos pueden quedar inscritos en el propio cuerpo, éste que es portador de vivencias, de experiencias. Es el caso de las mujeres, que en momentos de represión, y en otros no tan así, se ven en múltiples ocasiones sujetas a la humillación sexual. Ello puede advertirse en la obra de Ariel Dorfman, La muerte y la doncella, la protagonista, Paulina, lleva en el cuerpo el recuerdo de su sometimiento, de sus múltiples violaciones. Lo interesante del relato es que esa mujer pudo haber sido otra y en otras circunstancias: “puede ser una mujer indígena, una mujer pobre de cualquier población, villa miseria o favela. Una mujer refugiada, una mujer negra, judía, guatemalteca, salvadoreña o chilena. La memoria de esa mujer, inscrita en su cuerpo… ha quedado marcada por la tortura” (Lira, 1998: 257). Otro tanto puede apuntarse para las marcas que dejan los torturadores en los cuerpos de sus víctimas: cicatrices, quemaduras, señales, tatuajes, perforaciones, etcétera. Campos de concentración en Argentina o cárceles clandestinas, como el Campo Militar Número Uno, en México, son muestra de esto. El cuerpo, en este caso la piel, recuerda. Este es un tipo de recuerdo cruel, pero necesario. No hay que olvidar. Quizá otra forma más grata de recordar en torno al cuerpo sea la que guarda sus partes para posteriores conmemoraciones. La propia edificación de una tumba permite, después de algún tiempo, “la transformación del cuerpo en monumento” (Auge, 1992: 67). Y ello porque sobre el cuerpo caen creencias e ideas que lo permiten. Por ejemplo, en África Occidental, ciertas partes del cuerpo, como el dedo gordo del pie, los riñones o la cabeza, son concebidos con una “presencia ancestral”, por eso son objeto de devoción, convirtiéndose el cuerpo, de esta manera, en “un conjunto de lugares de culto”. El cuerpo como lugar de conmemoración, de remembranza. Así por ilustrar, durante mucho tiempo las familias mantenían una parte del cuerpo de un ancestro (podría ser un dedo entero) en un frasco, con la intención de la perpetuidad y transmisión del linaje: esa era la voluntad familiar de mantener la memoria.


En sentido conceptual, los objetos reunidos, por ejemplo los de los museos, posibilitan “evocar un cierto sentido del tiempo y el lugar” al que pertenecen o han pertenecido. Eso exactamente ocurre con el cuerpo o partes del mismo. Existen “marcadores transitorios”, como una marca en el suelo, una bandera en la punta de una montaña; o indicadores para una acción a realizarse, como el nudo en el pañuelo o el hilo en el dedo; estos tienen la intención de potenciar el recuerdo, la memoria, en un futuro. Ese es el caso de los objetos permanentes “creados especialmente para ayudarnos a recordar”, como sucede con las lápidas o las inscripciones en honor de alguien o como las tumbas o los cementerios que etimológicamente remite a “civil”, perteneciente a la ciudad o a la familia. Mantener los cuerpos de los seres amados que han muerto es una manera de mantenerlos en el presente, es una forma de dotarles de vida. No mantener sus cuerpos es como olvidarlos, como dejar el pasado, y quien no tiene pasado no tiene identidad[3]. Ciertamente, los muertos retozan un papel importante en la forja de la memoria en términos identitarios, pues así como un monasterio sin reliquias se convierte en un lugar sin pasado, sin memoria, las sociedades que no preservan el recuerdo de sus muertos, van desdibujando elementos que contribuyen a delinear su identidad: Comte había dicho que el fundamento de las sociedades era el culto a los muertos (Candau, 1998: 142), Halbwachs que afianzan los lazos familiares, Minot que consolidan al grupo; por tanto, la pérdida de la memoria de los muertos deviene amenaza a la comunidad que los olvida. En el medioevo se sabía claramente: “Antiguamente se embalsamaba a los muertos: para que el recuerdo evocara a quienes habían amado nuestros antepasados” (Serres, 1985:227). No obstante, al paso de los siglos, por ejemplo en Europa, la memoria parece quedarse más con los vivos que con los muertos. Entre fines del XVII (Seicento) y del XVIII (Settecento), va en decline la conmemoración de los muertos. Las tumbas son cada vez más simples, incluso las de los reyes. Sobre todo en donde el protestantismo es dominante, como en Inglaterra, donde se piensa que el culto a los muertos da aires de papismo. Después de la Re