El cuerpo como resto, efecto de vaciamiento del derecho en instancias post- genocidas
El derecho y la literatura ante el desastre, un devenir deserotizado de los cuerpos*
Las leyes en verso de Licurgo y Dracón, la ley romana de las XII Tablas. La Torá para los judíos, donde el shir (canto) constituye la inscripción del sujeto en la historia. Una gramática generativa, un poema- ley que no cuenta historias ya que es de un orden diferente al de la ficción. El poema es el momento en que las metáforas se realizan; lugar que no inventa otro mundo, sino que transforma la relación que uno tiene con éste.
Para los romanos, la poesía era la fórmula mágica; el encantamiento, el oráculo, la plegaria; pero también la ley, o más exactamente la fórmula de la ley.
Con la Modernidad, la escritura del derecho se transformó. Bajo los modelos racionalistas y en el contexto del nacimiento y desarrollo del Estado Nación, el derecho se concentró fundamentalmente en los textos escritos. Y su escritura pasó a ser la puesta al día de un universal, en el sentido de no ser más decir del ritmo, decir del cuerpo, un decir poético. Así el derecho moderno abreva su forma en el decir de la modernidad: la novela.
Un orden ligado a la idea utópica de un legislador racional, único y todopoderoso como el narrador omnisciente capaz de concebir toda la realidad, analizarla y valorarla, convirtiéndola en los postulados normativos del Código. Pensemos en la manera tan disímil que tiene la Torá de presentar sus “relatos”, el gusto por el fragmento, su poética. El derecho, como narración, camina de modo paralelo a los recorridos de la literatura. La figura del legislador todopoderoso es similar al narrador de las grandes novelas realistas que evita situarse dentro de la acción, pero la domina. Un autor- legislador que asume, al decir de Flaubert, el punto de vista de dios. Un derecho conformado por normas positivas, conjunto de proposiciones descriptivas de una situación de hecho.
Si entendemos el derecho como praxis, la hipótesis estética hace, construye forma. “Las constituciones son las mitologías de las sociedades modernas” dice Rousseau. De manera tal que en la historia de las grandes declaraciones de derechos encontramos un relato evocando aquello que constituye el momento fuerte de la comunidad: una revolución, una declaración de independencia (Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, 1789; Declaración universal de derechos humanos, 1948). Algo que el jurista Dworkin dio en llamar “novela en cadena”.
Los avances tecnológicos del S XXI, la caída de la noción de soberanía y del Estado- Nación, la reformulación del concepto de autoridad y de propiedad, producen una nueva esquematización de jerarquías, tanto del autor como del lector. La figura del narrador que todo lo sabe ha desaparecido, al igual que la unicidad de perspectiva y la linealidad de la narración. Las miradas individuales se multiplican, el propio sujeto pierde su centralidad como identificado a una única identidad, dejando un lugar vacante en la soberanía de los relatos, para convertirse en alguien ajeno y también múltiple.
En el derecho actores de diversos ámbitos interactúan, se entrecruzan textos de diversas procedencias (acaso una vuelta a la forma reticular de una red al estilo de la Torá judía) La estructura indefinida del texto. Materia volátil, escrita y re- escrita. El eclipse del código unitario. Un cuerpo afectado al fluir en una cultura cuya gramática no girara alrededor del verbo “ser” y la máquina identitaria. Por un lado, los aparatos de control y los equipos de vigilancia, por otro lado, el deseo de fuga a la disminución vital que implican el terror y la crisis como formas de gobernar.
“Palabras para fascinar, estrofas sobre catástrofes” escribe Gottfried Benn[1]. La noción de catástrofe parece emerger cuando el hombre comienza a interrogarse sobre sí mismo. Occidente se funda en una catástrofe: el Diluvio. Hay una forma de recordar nuestra extrañeza respecto a nosotros mismos y a volvernos más presentes frente a la presencia de eso “otro”. Lo impensable puede suceder, y quiebra la norma.
Lo normal (la norma- lo codificado) se ve excedido por lo catastrófico y demanda otra forma de colocarse ante el hecho. Ya no como una descripción del derecho sino como una acción: el decir poético. Justamente aquí se une la vertiente de esplendor y despliegue erótico al momento catastrófico. Se produce entonces la incandescencia del cuerpo, la transformación de éste en superficie ultrasensible.
Ya Sade, en ese momento crítico, antes del nacimiento de las narrativas modernas.[2] En la Nouvelle Justine se confiesa “un día que contemplaba el Etna, cuyo seno vomitaba llamas, deseé ser este célebre volcán” Aquí, catástrofe y despliegue erótico se encuentran aunados. No una administración del desastre, sino un diálogo con las cosas justamente en ese lugar de la destrucción. Fuera del siglo de las Luces, una subversión por saturación.[3]
La función clínica del derecho. El procedimiento judicial sobre el cuerpo intervenido
El proceso judicial es un acto institucional donde se juegan tres posiciones: el acusador, el acusado, el juez. Según Pierre Legendre, la justicia penal no tiene como fin administrar el miedo social hacia el homicidio y el homicida, sino el de intentar retomar un discurso que el acto delictivo ha roto. Si el orden industrial tiende a gobernar “pedazos”, seres fragmentados, desubjetivados; la sentencia actúa de manera fundadora restaurando lo desligado. El proceso judicial, en su instancia de tercero insitucionalizado, ata a cada sujeto con su ligadura social hecha pedazos.
El espacio judicial, como espacio ritualizado, trata de hacer visible, de manera eficiente para el acusado y de manera significativa para la sociedad, el discurso del tercero.
Teniendo en cuenta la función balsámica de la palabra, su valor constitutivo, es importante reflexionar sobre la función clínica del derecho.[4]El estatuto subjetivo de lo humano al cual se dirige el derecho es acceso de un decir sobre un puro hecho. Cuando falta o falla la instancia judicial, por inoperancia del tribunal o por su inexistencia, se hipoteca un decir que también es oxígeno y ritmo de una sociedad.
El proceso inscribe el delito dándole estatuto de acto ilegal y notificando a su autor; inscribe al homicida o los homicidas en el discurso de la deuda imponiendo al autor o autores del crimen el pago. De manera tal que el juez viene a separar al asesino de su crimen. Así cuando falta o falla el proceso aquello que provoca esencialmente es una desmetaforización, la imposibilidad de “despegar el cuerpo”[5]Ser parte acreedora significa ser acreedor de los nombres que aparecen en la ley, del funcionamiento del dispositivo propuesto por los montajes del Estado y del derecho.
Una sociedad no es objeto de ser contabilizada, sino, ligada en un conjunto, en una constelación histórica de sujetos diferenciados. El ejerció judicial distribuye lugares; declara, enuncia lugares que son cuerpos.
Las prácticas genocidas con sus procesos concentracionarios y de exterminio despliegan sus acciones de cosificación. Una vez sucedida la apropiación sobre el otro, el genocidio asume su consumo, su destrucción, su eliminación. Rebajados a la vida orgánica, sin las herramientas de los relatos del derecho en un tribunal aún no constituido para poder contar lo sucedido, los sobrevivientes y las generaciones que le siguen exponen sus cuerpos como prueba.
Desde la definición dada por Lemkin tipificando el genocidio como delito, hasta las interpretaciones sociológicas de dicha definición, que incluyen dentro de la acción, matar física o civilmente a un grupo, a un colectivo dentro de una sociedad; el siglo XX ha sido testigo de numerosas prácticas de aniquilación de la vitalidad social, de la pérdida de las relaciones sociales con sus contemporáneos y la ruptura de la memoria transgeneracional. Prácticas que, lejos de haber sido un signo del pasado, siguen su curso bajo una estructura de guerra infringiendo dolor sobre cuerpos expuestos a la acción de tortura, haciendo que el cuerpo sea un arma contra sí mismo, produciendo comportamientos que lo constituyen como “el enemigo” en las prácticas antiterroristas.
El modelo militar del contraterrorismo implica literalmente: armas, encierros, interrogatorios, tortura, violaciones, esclavitud sexual, mutilaciones. El genocidio como acto catastrófico genera respuestas a la atrocidad similares a los efectos del estado de guerra en actos de tortura contraterroristas.
Militarización de los Estados. Relación pornográfica con los cuerpos
Insensibilizar. Insensibilizados. Joanna Bourke analiza los manuales de entrenamiento de la Home Guard británica donde se propone que los milicianos probaran por sí mismos la “resistencia de un cuerpo” utilizando los cuchillos en animales muertos para comprobar la fuerza que se requiere para apuñalarlos.[6] La utilización del arma como instrumento, la construcción de la tortura como elemento “democratizador” sobre grupos implica, como la guerra, la destrucción de una civilidad. La tortura crea el enemigo interior y provoca la auto- destrucción de una civilización. La “acción dramática” de la tortura pasa en un número contado de habitaciones donde la destrucción se ejecuta sobre el cuerpo y se actúa simbólicamente.[7] Se imita el poder destructor de la guerra, pero en lugar de destruir los lugares concretos como calles, fábricas o escuelas, se destruyen de la manera en que están en la mente del prisionero.
“Cuando estaba en prisión aprendí/ durante trece años/ que este es un mundo de cuerpos/ que cada cuerpo contiene una fuerza terrible/ torturándose a solas con uno/ desgarrándose/ a solas, te digo, en medio/ de un mar de muros” Peter Weiss, en Marat Sade.[8]
Deshacerse de las personas, vaciar a las naciones de sus cuerpos es el propósito del estado de guerra. Tanto en la guerra del siglo XIX, como en los estados de guerra donde la tortura ocupa un lugar funcional, la realidad del dolor sobre los cuerpos conforma la realidad del régimen.
Los manuales de táctica militar aleccionan en un cuerpo a cuerpo sobre el despedazamiento que acecha a los sujetos, semejante a los relatos pornográficos. Fragmentación y deshumanización, propios del porno, como procesos que se instauran en la ideología de la Modernidad, ideología que culminó con el Holocausto y siguió su desarrollo en las instancias del estado de guerra del contraterrorismo actual. La estrategia militar desarrollando la fantasía de dominio y aceptación.[9] Un grado elevado de pasividad producido sobre una distancia infinita que separa a los sujetos dominados. La tropa, una masa de carne lanzada al choque, un amontonamiento de cuerpos regidos por el estratega cuyo deseo consiste en engullir al enemigo. Una pornotopía, el aparato de producción de víctimas de las sociedades en estado de guerra o colectivos en situación de poest- genocidio donde la falta o falla de justicia coloca a los sujetos en el lugar de víctimas ad infinitum. La violencia y la deshumanización debe ser”mostrada”, exhibida, como lo muestra la mirada pornógrafa; ya no hacia su partenaire sino al tercero indefinido, indeterminado, la cámara voyeur.
Reducción de los cuerpos a su peso, a sus volúmenes, la degeneración de un sujeto a su geometría. El aparato mecanicista de la organización militar se instala allí donde los efectos del genocidio siguen produciendo destrucción, toda vez que la narración clínica de la justicia no se haya pronunciado. El artefacto militarizado produce y distribuye el deseo denunciador de la exhibición.
Si no existe experiencia independiente de los mecanismos ordenadores de la gramática, la trama y el género, en el momento del decir, de dar cuenta del acto de matar, el lenguaje se convierte en un “operador de visibilidad”, escritura abyecta donde ver es saber. La cámara- escritura revela lo íntimo, hace de lo íntimo una escena pública, construye una identidad jurídico- política sobre los trazos de intimidad expuestos.
Cuando la tecnología militar hizo que los combatientes no pudieran “ver” el efecto de sus armas, cuando se evapora el cara a cara con el adversario haciendo objeto de la violencia a ese otro, en el terror del fuera de escena, el cuadro pornográfico donde se mira a la cámara se confirmaba, manteniéndose una bestialización donde no hay regreso a casa posible. Ya que el campo de batalla se ha extendido hasta los umbrales de la casa propia.
“en el ruido verde del confort post soviético/ donde cada tres canales era porno y los argumentos/ acerca de la limpieza étnica se juntaban/ con el disco falsetto de los Bee- Gees” Peter Balakian en Sarajevo.[10]
Desactivada la escena jurídica y del tribunal, el sobreviviente se encuentra en una posición subjetiva de prueba constante. Una guerra de miradas: producir un imaginario de la destrucción y la atrocidad. “¿No han visto nada? Los obligaré a ver la destrucción y la atrocidad, los pondré delante de sus ojos, los mantendré abiertos todo lo que haga falta, como una mesa de operación”[11] Mirar la destrucción misma de la mirada.
De la cronicidad del crimen al “cuerpo de a varios”. Cuando el tiempo posterior a la catástrofe no construye derecho.
En la medida en que no haya sentencia sobre un delito de genocidio hablamos de un crimen que se vuelve crónico. Y, si bien podemos categorizar a cierta literatura o cierta expresión artística como post- Holocausto. Técnicamente no podríamos llamar a las respuestas artísticas de ciertos genocidios, como el caso del genocidio armenio, como respuestas post- genocidas ya que siendo delito imprescriptible, al no ser juzgado no cesa de suceder. De todas maneras, debido a la situación del sujeto sobreviviente que escribe, éste lo hace desde un tramo de tiempo donde lo “post” de aquello posterior tiene que ver con una colisión de un Ahora con el Otrora.[12]Inquietar el tiempo, afirma Georges Didi Huberman. Entonces se pregunta “¿cómo hacer la historia de un corpus donde nada está fechado?” Porque: “los cuerpos aventados/ nadie los juntó todavía/ nadie los enumeró/ ni los contó/ nadie levantó/ todavía los escombros” en Diario de bodas de sangre”, de Tawfiq Zayyad.[13]
Cronicidad del crimen donde la emergencia de la voz está ligada al borramiento de los cuerpos de las víctimas.[14]En esa cronicidad no hay un volver de la guerra, porque no hay un volver. Occidente se construye desde un relato conformado por la palabra de quien regresa de la guerra. A la Ilíada le sigue la Odisea, el corolario de la furia de Aquiles es el deseo de Ulises por volver a Ítaca. Se vuelve con la palabra. [15] Ya en la Ilíada, Patroclo representa el segundo en el combate, el doble ritual de Aquiles, aquel que es llamado therapon.[16]La terapéutica como un segundo del combate, la función clínica del derecho como ese segundo que deserta el escenario. Ningún “compañero de armas” porque ya no se puede recitar el “canta oh diosa, la cólera de Aquiles” de la Ilíada, porque no hay lugar para el canto porque nadie vuelve.
En ese “cuerpo de a varios”, en el dispositivo de supervivencia que se levanta contra las perversiones de las barbaries el arte hace de la muerte una compañera. Ya no es la fascinación mórbida sino una dimensión llamada de expectancy, otro tomando la posta, alguien que alimenta, que calma, el más calor de un cuerpo, cuando, en tiempos normales, se acercaría a alguna noción de lo promiscuo.[17]
La literatura, campo de resistencia del desecho. Un recorrido por Vidures (Restos) de Denis Donikian
La obra de arte no sólo es testimonio, lugar de memoria del trauma. Sino que tiene una función mucho más sutil y paradójica, la función de “generar” el trauma. En tiempos del delito crónico, en el estado de guerra, en esa instancia post- genocida, donde lo posterior habla sólo del paso de un tiempo sin implicancias jurídicas ni políticas; las narrativas de una relación social colapsada giran en torno a la construcción de heroicidad.
La fotoperiodista Elizabeth Herman analiza en “The Stories We Tell”: “si uno tiene narrativas glorificadoras, si tenemos héroes que van a la guerra, no hay espacio para el trauma, no hay espacio para las experiencias individuales o ambiguas.”[18]
Como el trauma no se ha instalado para ocupar esta zona de asedio perpetuo (por lo injusto, por la amenaza del poder) la respuesta que da el arte a la calamidad frente al aparato bélico no es, como sucede con la literatura Holocausto, la vergüenza o la humillación. Justamente porque la producción social se centra en el culto heroico, en la veneración ancestral.
“Nos han machacado con cantos narcisíticos para cubrir el ruido de nuestras repulsiones mutuas” en Vidures de Denis Donikian.
La novela Restos de Denis Donikian comienza con versos de la liturgia “¡Señor, ten piedad! ¡Señor, ten piedad!” Y el canto parece dirigido al propio escritor cuando su texto le pide clemencia, compasión.
“Desnudo, las piernas separadas, Gam’ apuntaba su sexo sobre Ereván y orinaba” Gam’ es el personaje principal del libro. Su nombre alude al vocablo diaspórico gam o en Armenia kam que significa “yo soy, yo existo” pero refire igualmente a la conjunción “o bien”, “o…o…” cuando en el capítulo veintinueve se pregunta, con o sin preservativos y el personaje armenio dice: “nosotros lo hacemos sin. Es el privilegio de la función. Si no ¿cómo querés que el país compense las pérdidas del genocidio?” explica el: yo existo, o bien, ellos no existen. Que el personaje se llame Gam’ en lugar de Kam’ (así en el armenio hablado en Armenia) claramente orienta el texto hacia la percepción de una ciudad (Ereván) desde la narrativa del sobreviviente, desde el lugar diaspórico.
Otra novela, pero en este caso de una armenio de Armenia, Vahram Martirosyan, no entiende a los cuerpos como despojo sino, viviendo en un “deslizamiento de tierra” (la disolución de la Unión Soviética- el corrimiento de fronteras) traduce lo humano a la condición de anélidos, ya que deben, como los agujeros de gusanos, atravesar una garganta de tierra viajando de un extremo a otro.[19]
El texto se ubica en una geografía paradigmática de la desolación, el barrio modelo de Noubarachèn, entre el cementerio y el basural. Un cementerio que, además, está en venta.
La cultura pierde sus derechos sobre el desecho. Rinde culto al cuerpo perdiendo los derechos sobre los restos. El arte se hace eco de esta instancia. La poeta armenia Naira Harutyunyan en su poema “Después de la guerra” describe su cuerpo como desperdicio: “No me arruinaron/ me crearon como Ruina” O “tumbás el cuerpo, buscás en la basura. Yo te canto canciones medievales del vasallaje bajando las montañas. Te canto entre la quema de la peste y el griterío del hambre” en La granada de Ana Arzoumanian.
“Nuestra tierra nos ha devorado y los techos se han abismado sobre nuestros cuerpos” sentencia Denis Donikian, para preguntarse luego: “¿qué hemos salvado de nuestros escombros?” Libros, se contesta, fotos de familia y dos retratos: uno de Stalin y otro de Cristo. En consonancia con la obra de teatro “Gólgota Picnic” donde el español Rodrigo García enfrenta al espectador con los fantasmas, hace una carnicería con los restos de Cristo de tal manera que su compañía de teatro se llama La Carnicería. La exhibición desnuda del desecho.
“Un pueblo que celebra a sus difuntos cuatro veces al año, más el encuentro en masa en el monumento al genocidio en la colina de Tzitzernakaberd, que tiene el duelo de forma visceral en su alma, su miedo de víctima en su carne”. La muerte como alimento: “¿no es tu pan cotidiano? La comés. Así, cuando una madre da de mamar a su bebe, ella cree alimentarlo- dice Denis Donikian. Pero no, ella lo envenena”.
En la instancia de amenaza, vigilancia y terror de los estados de guerra no ya de ejércitos contra ejércitos, sino de ejércitos contra poblaciones civiles; se disemina en la misma comunidad un arrasamiento que comienza con la aniquilación de la condición sexuada. “Nuestro sexo es nuestro dolor. El miedo ha reemplazado al placer…Nuestro sexo es una herida inmunda”, continúa Donikian. Situación análoga a las experiencias descritas en la película Das Experiment de Oliver Hirschbiegel quien toma el ensayo llevado a cabo por Philip Zimbardo de la Universidad de Stanford en el año 1971, cuando intenta estudiar el comportamiento del hombre ante la autoridad y se construye un juego de cárcel simulada. En dicho juego- experimento la primera regla a la que se sometían los participantes era la pérdida de los derechos civiles, el control por la humillación y la desorientación. De tal manera que a los hombres se los desnudaba y se los vestía con una especie de bata- camisón. Así, la lectura que se hace de la víctima es: prisionero- paciente- mujer.
La catástrofe política es asimilada a la catástrofe climática: “lluvias, comunismo, vientos, pogromos, nieves, terremotos, deportación, arrestos, tormentas, huracanes, genocidios, independencia, fríos, humos, brumas…” Donikian describe su paisaje patológico, lugar voraz donde los hombres fuerzan a la naturaleza a la eliminación de lo que no es humanizable.
El autor armenio—francés compara Ereván, la capital de Armenia con una mujer, mujer recostada, organismo vivo. En el fondo, se alimenta, fabrica su energía, produce acción y evacua desechos. Cada uno llega hasta allí, haciendo mención a los visitantes de la diáspora “llegan y frotan sus bajos vientres sobre ella en una suerte de orgía patriótica”.Compara el Ararat, símbolo nacional pero bajo la ubicación geográfica de la ocupación turca con un miembro en erección. Es, dice, el miembro del pueblo criado por la nostalgia, la expresión simbólica de una virilidad perdida. Observamos cómo de las narraciones sobre las tierras producto de violaciones y mestizajes. Aquí, el relato pasa por la impotencia. “Impotente, eunuco, castrado, pelotas blandas, eso es lo que hemos devenido”.Refiriéndose a la patria como depósito que los jóvenes quieren desertar. Una masculinidad que, al no poder fertilizar a la mujer expectante, al no poder “seminal” su tierra, le otorga lo otro de la expulsión: el desecho. Una tierra que se alimenta de la deyección no llega a “parir” ciudadanos sino a “expulsar” eso que no es un hijo y es escoria. Así, mientras el varón es descrito como eunuco, la mujer, o es la tierra que genera desperdicio, o es exiliada y ejerce la prostitución en el país del verdugo. En una perspectiva pervertida[20], Donikian utiliza las bases ideológicas de la Revolución Francesa, pero dando su siginficado alterado. De manera tal que el bautismo funda la hermandad de los armenios. Hermano, del armenio: aghpar; que al acentuar la primera sílaba agh significaría basura. Así, de la hermandad a la carroña, la ciudad “un cuerpo que se dilata a las purgas”, un basural.
“Un solo crimen” dice Donikian. “Un solo crimen impune y es a toda la humanidad que uno abandona”.Los verdugos hacen víctimas y las víctimas a su vez se convierten en verdugos ellas mismas.
Un cementerio que da a un basural: de los muertos del genocidio a la ciudad imagen de la descomposición. El amor como la incorporación de lo otro, otro que se ha alimentado de los excrementos de una ciudad de desechos, es el multiplicador de las sobras. “Si no somos libres- escribe Donikian- es porque muestro cuerpo y nuestra alma no encuentran un alimento a la altura humana”. El alimento y su incorporación recuerdan los ritos sacrificiales. Ritos que en las ciudades de detritos se traducen como el sacrificio paterno del hijo propio de las literaturas post- catastróficas.[21]
La novela se cierra con el mismo canto con el que abre, el: Señor, ten piedad. El mito cristiano revisitado por el sobrante cuando lo que sobra son muertos, bajo el adagio armenio de tinte patriótico: “la muerte inconsciente, es la muerte. La muerte consciente, es la inmortalidad” Inmortalidad de la muerte, una muerte crónica que no admite el trauma.
De la fragmentación al despojo, el personaje- escritor como recolector de basura
El personaje principal de la novela Vidures, Gam’ es un escritor que atraviesa un día entre los desheredados conduciendo una danza desposeída. El escritor se encuentra entre el guardia del cementerio y el administrador del vertedero nacional, en medio de un “océano de inmundicias” donde las mujeres se excitan con impotentes. Un escritor que, más que escribir, hunde sus manos en los tiraderos para buscar “botellas vacías”. El vertedero es su exilio, el rincón “más podrido de nuestras tierras”.
Una identidad que deviene “des- identidad”[22] contra la normopatía de los sistemas de representación social, mediática y política; el escritor de este tiempo (Denis Donikian haciéndole decir a su personaje Gam’) describe el proceso de des- corporización. El arte nos muestra una obra des- figurada, una escritura cruel que sale de aquella complicidad soma- sema. Palabra descarnada. El cuerpo político fuera de las nociones de soberanía que creía en la ficción de la “encarnación” en el príncipe del poder del pueblo, versión moderna de la lectura cristiana sobre el cuerpo y sus poderes re-surrectos.[23]