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La concepción hegemónica de “cuerpo” que circunscribe el ámbito de la salud


 

RESULTADO DE INVESTIGACIÓN: Proyecto de Investigación de la Facultad de Ciencias del Ambiente y la Salud “Obstáculos al conocimiento e iatrogenia: discriminación, segregación y prejuicios como fuentes potenciales de errores en la práctica enfermera/médica”, y de la experiencia realizada como docentes en la materia “Medicina y Sociedad” y en el Seminario “El cuerpo hoy” de la carrera de Medicina de la Facultad de Ciencias Médicas de la U. N. del Comahue.

 

Nos interesa plantear un abordaje del cuerpo que instale la diversidad y discuta la legitimación del conocimiento científico basada en la fuerte valoración biologicista (reflejada tanto en la enseñanza de la medicina como en las prácticas terapéuticas) que impone la idea de organismo por sobre la de ser humano. Una concepción del cuerpo más allá del paradigma médico, que incorpore la dimensión social y cultural.


Nos incumbe profundizar en cómo las relaciones sociales determinan segmentaciones, que incluyen o excluyen a los sujetos, y analizar los procesos históricos complejos que legitiman o desarticulan prejuicios que sustentan acciones discriminatorias.


El “ámbito” de la salud es el ámbito de trabajo de los profesionales y agentes pero también es el espacio social en donde converge la población, es decir, es el lugar de las prácticas que ha establecido nuestra sociedad para tal fin y en el que se configuran los sentidos del cuerpo, la salud y la enfermedad.


“En todas las sociedades humanas, en todo tiempo y lugar, las enfermedades han generado algún tipo de respuestas encaminadas a interpretar, controlar, prevenir, tratar o reparar el daño, la lesión, el dolor, el sufrimiento, la enfermedad o la muerte. Indudablemente estamos en presencia de un universal cultural. También todos los grupos humanos conocidos desarrollaron métodos y distribuyeron roles para enfrentar y reaccionar frente a la enfermedad que estuvieron vinculados con sus recursos y estructuras culturales. Por último, para definir y conocer las distintas enfermedades, las sociedades han desarrollado una serie de creencias, experiencias, percepciones y saberes más o menos específicos”[1].


La definición de salud predominante como respuesta cultural que organiza las afecciones y condiciones que representa la enfermedad, produce una concepción de cuerpo que si bien es la dominante no es la única. Pero además porque existe una diversidad de concepciones que están más arraigadas en las prácticas cotidianas, fogueadas con la historia y la identidad y por lo tanto son portadoras de sentidos sociales propios, que recapitulan al cuerpo real y lo anclan a la vida familiar, local, regional.


Esas otras nociones fueron invisibilizadas en las sociedades occidentales en los albores de la modernidad, cuando se empieza a utilizar una noción de cuerpo “mecanicista” que configura sus funciones “normales” frente a la contingencia de la enfermedad.


Se pone en marcha un modelo médico que se instala como el “único y verdadero” parámetro de cuerpo, de salud: el llamado Modelo Médico Hegemónico por el antropólogo Eduardo Menéndez.


En este sentido, la relación médico-paciente es una relación social y como tal también reproductora de las asimetrías que, por un lado, sustentan visiblemente categorías sociales y, por otro, ocultan el hecho de que, en tanto social, son construcciones históricas. Como resultado queda una imagen del cuerpo atomizada, desvinculada del acontecer cotidiano, de los procesos sociales, políticos e ideológicos.


Entonces el cuerpo humano es pensado como una máquina, un “saco de órganos” que frente a un “desajuste”, el médico será el encargado de devolverlo a su funcionamiento “correcto”. El saber biomédico se constituye en la representación oficial del cuerpo humano; es el saber que se enseña en las universidades, el que se utiliza en los laboratorios de investigación, es en definitiva el único fundamento de la medicina moderna.


No es habitual considerar dentro de la delimitación científica de “cuerpo” todos los aspectos que lo delinean (por ser de índole social queda descartada de antemano) sobre todo cuando la reflexión que lo acompaña es considerada como un saber “inferior” que proviene de la “ignorancia”. Esto no sólo contempla una “definición” de cuerpo sino que lo traduce como un objeto de estudio.


Pero a la luz de tanta producción crítica que ha influído en la modificación de conceptos y que ha derivado de los cuestionamientos ideológicos, hoy podemos desnaturalizar las “categorías clasificatorias” en las que se ha ubicado a los sujetos según parámetros estancos, desandando así lo que podemos considerar verdaderos prejuicios que han logrado instalar la “infrahumanización” de amplios sectores de la sociedad.


La “representación oficial del cuerpo humano” es meticulosamente biológica pero con profundas implicancias políticas y económicas que sólo son posibles de ver dentro del análisis histórico.


El eje con el que consideramos atravesar la importancia que adquiere el determinismo biológico en el abordaje del cuerpo lo encontramos en la teoría evolucionista (expandida al extremo en distintos ámbitos del pensamiento y la acción política) porque le dio sustento científico a la clasificación de lo biológico en categorías jerárquicas. Lo que nos permitirá en principio dar cuenta del contexto mencionado y, sobre todo, los elementos del fundamento biologicista sobre el cuerpo humano. En este sentido


“La obra de Darwin, según su punto de vista, se inserta en un proceso de cambio generalizado y continuo en las filosofías del S. XIX de la naturaleza, el hombre y la sociedad. Un proceso caracterizado por el desarrollo de una perspectiva naturalista y reedificadora que empieza por abrazar la historia de la tierra, después la de la vida, y, finalmente la de la mente y la sociedad. El punto culminante en este desarrollo, es, como cabe suponer, el debate victoriano sobre el lugar del hombre en la naturaleza. Las conclusiones son claras: a) la moralidad y la teoría social podían y debían ser ciencias naturales, b) la pobreza y la desigualdad y las divisiones jerárquicas del trabajo estaban fundadas en natura, y no eran fenómenos políticos. Ahora bien, este proceso hay que entenderlo dentro de un contexto de cambio social generalizado.


La teología natural británica, que destacaba la armonía del hombre, la naturaleza, y la sociedad, era apropiada para un mundo ‘pastoral, agrario y aristocrático’. Sin embargo, no lo era tanto, para uno que era cada vez más ‘competitivo, urbano e industrial’. Así, de un orden social ‘divinamente ordenado’ pasamos a otro biológico, donde el progreso se reproduce a través de la lucha, y la división jerárquica del trabajo se hace depender de la división fisiológica del trabajo”[2].


Lo biológico adquiere una fuerza histórica como orden natural que instaura un saber que ha dado lugar a un modelo médico que no está en retirada.


El hecho de que las personas busquemos respuestas vinculadas con la salud y la enfermedad en otros saberes (populares, tradicionales, alternativos, complementarios) no significa que pongamos en un segundo plano al saber médico científico. Como dice David Le Breton, en el contacto con esos otros saberes encontramos una imagen de nuestro cuerpo mucho más digna de interés, descubriendo una dimensión simbólica que provoca asombro, enriqueciendo la existencia con una “onza de símbolo”. En el afán de lograr la objetividad científica, la medicina se ha despojado de la dimensión simbólica.


Para el modelo biomédico o hegemónico el cuerpo es un conjunto de “piezas” o de elementos que deben ser estudiados de manera separada. Cada parte del todo, es observada a través de una serie de signos y síntomas sometidos a una batería de “mediciones” y pruebas diagnósticas de naturaleza bioquímica. Tal es así que, en torno a las tecnologías de investigación y de curación, se organizó la atención médica, la que adquirió la denominación de “servicio” (de gastroenterología, de nefrología, de diabetes, etc.). Entonces, el cuerpo es concebido como algo exclusivamente biológico, lo que afirma el hecho de que el profesional de la salud aprende a conocer el cuerpo a través de una representación en “clave anatomopatológica”.


El modelo biomédico margina el peso de lo social y cultural en los procesos de salud/enfermedad medicalizando muchos aspectos de la vida cotidiana. Los procesos de medicalización que han experimentado las sociedades en el último siglo, han transformado la práctica del profesional, quien vivencia sobre sí los “mandatos” de la propia corporación médica, de las instituciones y del propio sistema económico.


En este contexto, solo los médicos concentran el poder e imponen sus saberes y prácticas, sino que existe un conjunto de actores que facilitan y legitiman la expansión de la medicalización de la vida cotidiana. Los médicos y los equipos de salud, han sido el vehículo de la farmacologización de la vida cotidiana, ya que de manera indiscriminada han administrado prácticas de intervención en la vida de las personas, que van desde la medicación hasta estudios diagnósticos y terapéuticos que podrían haber sido evitados o dosificados[3]. Pero es necesario considerar que los médicos y otros profesionales de la salud, son formados, socializados dentro de instituciones ligadas a intereses económicos de organismos y empresas públicas y privadas. La ciencia no es neutral ni objetiva, y en el caso de la ciencia médica, nos encontramos frente a un saber sostenido, financiado y legitimado por un sistema económico que ha convertido a la salud en una mercancía más que se compra y se vende en el mercado. El científico no es un ser desinteresado buscador de bienestar integral, estable y colectivo. Las empresas químico-farmacéuticas juegan un rol activo no solo en la producción de sustancias sino también en la construcción de patrones de legitimación del consumo de medicamentos, diagnósticos, análisis, imágenes que mueven el aparato del mercado de tecnologías.


Es en este contexto en el cual se forman los futuros profesionales de la salud. El proceso de formación no supone únicamente la adquisición de habilidades técnicas, sino que es también un proceso de construcción ideológica-cultural.


Entonces, el cuerpo, nuestro cuerpo, es un espacio habitado por el modelo médico hegemónico y su voz propia está subordinada. El médico que se apodera del lenguaje, es el que genera efectos de verdad. El discurso biomédico no sólo define la práctica médica sino que también configura a las instituciones, los métodos de enseñanza y políticas sanitarias concretas. Antes de que el lenguaje referente al cuerpo fuera dominado por la jerga científica, el repertorio del habla común era excepcionalmente rico en este campo[4].


La búsqueda positivista de la neutralidad, de la objetividad, de la cientificidad hace que la distancia entre la persona enferma y el médico se perpetúe a través del tiempo. La persona enferma es considerada un ser vulnerable, ignorante, DÉBIL (como metáfora de la lucha por la existencia) y por lo tanto, dependiente y maleable en las manos del médico o del experto, así como también frente a los administradores del sistema de salud. La percepción que posee el enfermo de su propia experiencia, es relegada, ignorada, y descalificada al igual que cualquier tipo de decisión sobre su propio padecimiento.


El que enferma no sólo es débil en clave biológica, también es connotado como disminuido en su capacidad de entender y resolver.


“Mediante este conciso comentario pretendo señalar dos cuestiones. Primero: la obra pionera o basamental de un cuerpo de conocimientos específicos, la Antropología médica, tiene por actor a un médico, luego devenido antropólogo. Segundo: sus supuestos prejuiciosos y etnocéntricos acerca de los saberes, las prácticas, las percepciones y las creencias de los nativos permanece como una constante relativamente inalterable a lo largo del tiempo. Más tarde serán los campesinos, los pobres urbanos, los trabajadores quiénes serán, supuestamente, incapaces de comprender y dar sentido, prevenir y tratar sus dolencias. La medicina llamada tradicional, las prácticas curanderiles serán cuestionadas y criticadas por algunos médicos quienes verán que el requerimiento a su asistencia estará motivada por la ‘ignorancia’, el ‘atraso’ y el ‘primitivismo’ de los enfermos que –dentro de sus concepciones mágicas- aún confían en esos ‘charlatanes’ y ‘embaucadores’[5].


Surge en los espacios de salud una primera divergencia entre la concepción de cuerpo hegemónico que domina en la carrera de medicina y se manifiesta desde el médico con la concepción enfermera que intenta reformularla.


En Enfermería, como otro sector de incumbencia en la salud, a partir de la década del 60, toma impulso el desarrollo de la investigación y la utilización del concepto de paradigma para el desarrollo de nuestra ciencia[6]. En los años 80 hubo un gran desarrollo de las teorías de enfermería, reconociendo que los paradigmas dominantes (modelos) proyectaban diversas perspectivas sobre la práctica de enfermería. En el ejercicio de la profesión enfermera se observan características de los distintos paradigmas que se han ido manifestando a lo largo de la historia; es así, que se superponen sin que una forma de pensamiento supere totalmente a la anterior.


Es así que la idea de cuidado estuvo orientada hacia la enfermedad bajo el principio de causa-efecto. Los elementos y manifestaciones conservan entre sí relaciones lineales y causales y el desarrollo del conocimiento se orienta hacia la búsqueda de leyes universales.


Entre los siglos XVIII y XIX se anhelaba mejorar la salubridad y controlar las enfermedades infecciosas en los medios clínicos y comunitarios, en este contexto Florence Nightingale, se revela como persona capacitada para organizar los cuidados enfermeros en los hospitales ingleses durante la Guerra de Crimea (1854) y postula que “la preocupación del enfermero está al lado de la persona enferma o sana y consiste en proporcionar al paciente el mejor entorno posible para que la fuerzas de la naturaleza permitan la curación o el mantenimiento de la salud”[7].


Nightingale postula la idea que pretendía superar ese “mandato” (el cual era una prolongación de la propia condición de mujer) y propuso formar enfermeros competentes, aplicando algunos de sus conocimientos de matemática y estadística a la enfermería. Sostenía que la persona posee la capacidad para cambiar su situación, por tanto la salud, es “la voluntad de utilizar bien la capacidad que tenemos”[8]. Sólo la naturaleza cura y el paciente debe poner toda su capacidad al servicio de la naturaleza, para que esta pueda desarrollar plenamente su efecto de curación. En base a esta idea se le daba forma a la enfermería, que brindaba cuidado mediante reglas aprendidas, y en la medida que proporcionaba el entorno adecuado para que actúe la naturaleza y así recuperar la salud. En esta expresión Nightingale ponía énfasis en el interés por controlar el medio ambiente. Para ella, la persona era fundamentalmente el “paciente pasivo”, en lo que se refiere al proceso de cuidar, respondiendo así a la concepción vigente.


Ahora bien, más allá de las motivaciones espirituales y humanísticas que influenciaron profundamente los cuidados enfermeros, la formación de las enfermeras no difería demasiado con la formación los profesionales médicos en el sentido que la persona era concebida desde el punto de vista cartesiano, dividida en cuerpo y alma, materia y espíritu. No existía la noción de “psique”.

La concepción liberal clásica planteaba el cuidado de la salud como una responsabilidad individual basada en la “libertad de elección”. Se consideraba lo privado de la salud, reservándose la intervención de lo público para aquellos individuos o grupos de indigentes que no podían valerse por sus propios medios.


El positivismo dominó el desarrollo de las ciencias de la época, nace con la era de la bacteriología, destacándose Joseph Lister, Luis Pasteur, Roberto Koch, entre otros.


Muchos de estos hitos que surgieron en la Europa Continental, tuvieron su correlato en América y Argentina. En nuestro país a partir de la década de 1870 y hasta alrededor de 1914 llegaron cinco millones de extranjeros, proceso que se vio reforzado por la Ley 817 de “inmigración y colonización”. En consecuencia, se produjo una explosión en la demanda de los servicios públicos, producto de la crisis económica, desocupación y deterioro de las condiciones de vida. Hecho que puso en evidencia el deterioro de los hospitales existentes, desbordando la capacidad para dar respuestas a las demandas. Frente al déficit en la atención, a las diferencias en la dotación de personal y de recursos, instrumental, al déficit en los registros y agentes de salud, comenzaron las movilizaciones de los “intereses corporativos”, entre otros. Cabe resaltar, entre las falencias señaladas, que el déficit de enfermeras calificadas se vinculaba en algunas perspectivas a nombramientos políticos, en otras, a la necesidad de crear un mayor número de espacios de formación.


Entonces, las prestaciones de salud en Argentina giraron en torno a la higiene, a los problemas patológicos, físicos y mentales derivados de la falta de asistencia pública, la miseria de los sectores marginales, hacinamiento en conventillos, prostitución, delitos y la locura.


La orientación estuvo centrada en la enfermedad y unida a la práctica médica. Se sitúa a fines del siglo XIX y primera mitad del XX, en un contexto marcado por el control de las infecciones, donde la salud es considerada como la ausencia de enfermedad, a la que no se relaciona con el entorno y es unicausal; lo que orienta el tratamiento. Hacia 1900, la obra de Freud influye notablemente en el modo en que los individuos se entienden a sí mismos en nuestra cultura. Aquello que hoy incluiríamos en la psique, como por ej: las emociones, las pasiones, los impulsos, en aquella época eran atribuibles al campo físico, al cuerpo. El carácter del sujeto dependía de los fluidos orgánicos.

En este período se destaca el surgimiento de las escuelas hospitalarias de enfermeras. Ello significó para las instituciones mano de obra joven, disciplinada y económica, y se propició la identificación con el modelo médico hegemónico: la enfermera deja de centrar su mirada en el sujeto de cuidado, para pasar asistir al médico. La enfermería recibe una formación tecnocrática, cuyas primeras expresiones son las técnicas de enfermería, las que constituyen los cuidados de enfermería; el objetivo se centra en la manera de hacer la tarea. El cuidado que ofrece la enfermera, poseedora de conocimientos y habilidades, tiene la finalidad de suplir las incapacidades y déficits que surjan en la persona, es decir, se orienta hacia los problemas, dejando de lado los factores personales y ambientales. Se consideran las necesidades del sujeto, quién sólo colabora con sus cuidados.


Esta concepción tecnocrática tiene sus raíces en la década del ’30. Se caracteriza por asignar particular importancia a la “prevención normativa”; aunque sigue centrada en la enfermedad, reconoce que puede tener “causalidad” social, pero la considera intrínseca al sujeto. Aunque mantiene el dualismo, se visualiza una concepción multicausal del proceso salud-enfermedad. Se incorpora el trabajo en equipos multidisciplinarios.


Hacia la mitad del siglo XX, la enfermería comienza a desarrollar programas sociales, como respuesta a la crisis económica de 1930 y a las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial.

En nuestro país, se destacaba la labor del Dr. Carrillo, Ministro de Salud entre 1946 y 1954.


El surgimiento de nuevas teorías (teoría de la motivación, el desarrollo y de los sistemas) y la evolución del pensamiento ponen de manifiesto el reconocimiento del valor que tiene el ser humano para la sociedad y en la disciplina de enfermería, estableciendo una clara diferencia entre ella y la disciplina médica.


A partir del año 1952 en adelante el Dr. Carrillo, Virginia Henderson, Lydia Hall y E. Watson, entre otros, con sus aportes suponen la transición hacia otro Paradigma.


El paradigma de la integración considera el contexto en el que se produce el fenómeno para poder comprenderlo y explicarlo, como así también sienta las bases científicas de la disciplina de la profesión enfermera, por lo que hace necesario un cambio en el posicionamiento del que hacer enfermero; priorizando el cuidar a la persona y al entorno con un enfoque integral de manera más humanística. Dando los primeros pasos hacia la autonomía como profesión cuidadora de la salud a través del Paradigma de la TRANSFORMACIÓN (1975 en adelante). El cuidado de la persona constituye el núcleo de la profesión, que sostiene una interacción continua del sujeto con su entorno y su vivencia o experiencias de salud.


En este último decenio nos encontramos transitando un nuevo paradigma, que contempla el concepto de campo de la salud, analizando sus cuatros componentes: biología humana, medio ambiente, estilo de vida y organización de la atención de la salud y, el grado en que los mismos impactan en la misma. Este paradigma nos brinda una nueva visión de la salud, visión que libera la creatividad para reconocer y explorar aspectos no abordados.


Mirando la historia de la conformación de los saberes y prácticas que se incorporan en el ámbito de la salud, podemos comprender que representan una lógica dentro de la cual se dividen los órdenes de lo “normal” y lo “anormal” en su sentido biológico y que instauran el sentido hegemónico de salud basado sobre el cuerpo y la concepción de hombre/mujer.


En la actualidad, pensar el cuerpo a partir de la mera cuestión biológica no alcanza para abordar un tema tan complejo e interrelacionado como la salud. La construcción social y cultural pone de relieve las dimensiones económica y política y que rompe con el binomio CUERPO-SALUD dado que el cuerpo se ve atravesado por el contexto, el medio social y cultural en que nace y vive la persona, la sociedad, la familia en la cual se socializa y se convierte en ser humano[9]. Con el objetivo de lograr la comprensión más acabada del cuerpo humano, abogamos por una mirada que pretende recuperar el abordaje holista, para poder comprenderlo desde todas las dimensiones que lo atraviesan y lo constituyen al ser humano como tal.


Siguiendo esta línea, David Le Breton afirma que las representaciones del cuerpo y los saberes acerca del cuerpo son tributarios de un estado social, de una visión del mundo y, dentro de esta última, de una definición de la persona.


“El cuerpo es una construcción simbólica, no una realidad en sí misma (…) El cuerpo parece algo evidente, pero nada es, finalmente, más inaprehensible que él. Nunca es un dato indiscutible, sino el efecto de una construcción social y cultural”[10].


En esta situación, todos y cada uno de los sujetos que no responden a ese modelo de cuerpo, difícilmente logren alcanzar los parámetros de salud estándar, y, no van a ser visibilizados sino hasta que se los encuentre en la definición por negación, es decir, en la “anormalidad”. Reflexionando en esta relación, entonces existen ciudadanos y no ciudadanos realidad que se hace evidente en las diferencias que existen en el acceso a los derechos.


Basados en todas las causales de discriminación que ha relevado el Instituto Nacional contra la Discriminación, Xenofobia y Racismo de nuestro país, podemos identificar cuáles son los procesos que utilizamos para construir, en nuestra cotidianeidad, una distancia SIGNIFICATIVA con todos aquellos sujetos objeto de discriminación. En la publicación de dicho organismo de septiembre de 2007 (mapa de la discriminación en Argentina), por ejemplo para la provincia de Santa fe frente a la pregunta ¿Qué tipo de discriminación sufrió? Surgen los siguientes datos: por el aspecto físico: 29 %, por obesidad/sobrepeso: 8,7 %, por ser mujer: 7,6 %, por la edad: 4,2 %, por el color de piel: 3,9 %, por discapacidad: 2,7 % y por enfermedad: 1,2 %, entre otros. Es decir que el 57,3 % de las personas que reconocen haber sufrido algún tipo de discriminación lo adjudican a alguna forma de descalificación de sus características físicas.


Pero, ¿cuál es en realidad el sustrato “biológico” que genera estos actos de discriminación? ¿Qué entrecruzamientos componen al cuerpo físico?


Veamos en nuestra historia cómo se dio la conformación de las identidades:


“En la naciones de América Latina, las pertenencias sociales tienen una amplia correlación con las identidades culturales y raciales, donde la vida individual muchas veces está signada –como señala Frantz Fanon para la Argelia colonial- por el color de la piel. Con los matices que establece la particular constitución de las sociedades latinoamerianas, también en este continente el color de la piel tiende a dar cuenta de una específica historia de dominio y de una inserción social, de una estratificación socioeconómica con fuertes connotaciones culturales. Por ello la definición de la multiplicidad cultural como esencia de lo humano, el reconocimiento de la dignidad de las más diversas identidades sociales y culturales, recorre el pensamiento popular latinoamericano en tanto reivindicación de ese mundo largamente acosado. Porque se sabe que la abstracta homogeneización de lo social, las postulaciones que hablan del hombre universal, fueron fundamentos para legitimar la subordinación, para negarles su condición humana”[11].


Es decir que lo biológico natural y homogéneo no responde a los mínimos procesos de comprensión de la salud de nuestra sociedad, las cuáles están incorporadas en aquellas prácticas de salud en donde las identidades históricas tienen lugar. Estos sustratos culturales identitarios históricos convergen hacia el interior de los Estados Nacionales reordenados en la estructura de clases. La casi totalidad de descendientes de pueblos originarios y migrantes se constituyen en los sectores populares, caracterizados por bajos ingresos por lo cual pasan a engrosar las cifras de la pobreza.


Urresti y Margulis plantean que en esta convergencia entre las clases populares y la diversidad de identidades culturales se opera una “racialización de las relaciones de clase”[12].

En este sentido, nos planteamos como objetivo abordar el problema desde la “normalidad” en tanto construcción que supera ampliamente la definición biológica de cuerpo, y las concepciones de salud.


“El propio Canguilhem muestra, en la segunda parte de Lo Normal y lo Patológico, como las presuposiciones y las conclusiones de las experiencias clínicas en laboratorios son cuestionables, en términos de establecer las fronteras de lo “normal” y de lo “patológico”, siendo algunas veces francamente especulativas o valorativas. Ellas no consiguen fundar una ciencia afirmativa de lo biológico, del ser vivo, de lo normal, pues en el fondo parten de lo patológico, entendido como desvío de una media general, establecida abstractamente, a partir de repeticiones estadísticamente tabuladas, y que se torna parámetro de Normalidad. (…)


De hecho, las dos disciplinas, tanto la Medicina como la Sociología, parten de lo Patológico para lo Normal; la primera tematizando el cuerpo individual, la segunda, el cuerpo social”[13].


En un plano más abarcador y más abstracto, se impone un análisis ideológico de los procesos de construcción de los discursos y las prácticas dominantes, desde las cuales se delimitan los sujetos con derechos y los sujetos sin derechos. En esta perspectiva, planteamos como hipótesis de trabajo que en realidad lo que está definido y bien delimitado es “lo normal” y no qué es aquello que no lo es desde este punto de vista. Es decir no encontramos un conjunto claro de características y delimitaciones que nos lleven a identificar a la “anormalidad” en sí misma, sino que se constituye sólo como desvío de las pautas sociales hegemónicas.


Aquello que se define como lo que no es (invisibilizado en la legalidad social) pronto se vuelve visible cuando aparece como no sujeto de la sociedad, como deshumanizado y se constituye como sujeto de la ley sólo en su aspecto penalizador, desde la ilegalidad.


¿Cuáles son las categorías que definen este conjunto? Como primer paso analítico, nuestra hipótesis plantea que existe una división excluyente y que, como tal, nos da una primera idea de unidad sobre la gran diversidad de identidades que se habían encerrado en el espacio de la “anormalidad”: esta división está dada por el trabajo. El trabajo en nuestra sociedad es el que brinda el sentido fundamental para la pertenencia social. Es la referencia que clasifica quién tiene capacidad y quién no. Clarifica mucho esta idea la denominación de “capacidades diferentes” con la que se pretendido subsanar la vieja idea de “discapacitado”.


Mirando en nuestra historia quiénes fueran los diferentes en relación a esta pertenecía podemos encontrar las siguientes delimitaciones: la discapacidad, el delito, la locura, la juventud, la enfermedad, la homosexualidad, la vejez, las mujeres, etc. Y han sido claramente delimitados también en un espacio caracterizado por su no conexión con la sociedad: el encierro.


Es difícil resistir al peso de los valores y juicios sociales cuando pesan sobre uno como “individuo”. Es por esto que las rupturas con el modelo hegemónico de cuerpo han sido logradas a través de procesos colectivos que luchan por la inclusión y que, mucho antes de lograr los resultados que esperan, resignifican y consolidan una identidad. Y aquí radica el quiebre del paradigma biológico. Reconocerse desde una identidad y no desde una estructura homogeneizadora es un acto político que se revela contra el determinismo biológico y que reclama no meros derechos individuales sino la visualización de las diferencias y otra forma de codificación en una misma humanidad. Reconocer esto nos obligará a reflexionar de nuevo qué es la salud, cómo es nuestro cuerpo.


Consideramos la necesidad de impulsar el debate al interior de todos aquellos espacios que están legitimados para el abordaje del cuerpo. Como docentes de los futuros médicos y enfermeros sentimos el enorme compromiso de activar la presencia de las otras voces en la formación profesional de médicos y enfermeros que aún deben, como nosotras, trabajar dentro de la lógica del modelo hegemónico.


Nos parece que en lo inmediato, rescatar en la enseñanza universitaria los procesos colectivos que impulsan la desmitificación de lo “natural” o “lo biológico” como primacía del estado de salud y que están en proceso de construcción y definición de una identidad, es una acción importante y nada despreciable.



Bibliografía:


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[1] Wallace, Santiago “Antropologìa Mèdica.¿Una crisis prolongada o permanente?. pág. 75


[2] Girón Sierra, Alvaro “Darwinismo, Darwinismo social e izquierda política (1859-1914) Reflexiones de carácter general” (Pág. 25)


[3] LAPLACETTE, G. Y VIGNAU, L; Medicalización de la salud, en CANNELLOTTO, Adrían y LUCHTENBERG, Erwin; Medicalización y sociedad. Lecturas críticas sobre la construcción social de enfermedades, Editorial UNSAM, Buenos Aires, 2010.


[4] Caramés García


[5] Wallace, Santiago “Antropología Médica. ¿Una crisis prolongada o permanente? (Pág. 76-77)


[6] El concepto de paradigma remite a Thomas Khum, cuya filosofía de la ciencia ha brindado comprensión a la evolución de la teoría científica. A la vez, nos ha brindado las herramientas necesarias para organizar la práctica de la enfermería a partir de ciertos modelos paradigmáticos, los cuales se desprenden los avances científicos a lo largo del siglo XX.


[7] F.Nightingale “Notes of Nursing: What it is and what it is not”.


[8] Modelo de Enfermería de 1859


[9] BERGER, Peter y LUCKMANN, Thomas (1968), La construcción social de la realidad, Amorrortu, Buenos Aires.


[10] Le Breton, David; Antropología del cuerpo y modernidad, Ed. Nueva Visión, Buenos Aires.


[11] ARGUMEDO, Alcira (2004), Los silencios y las voces en América Latina. Notas sobre el pensamiento Nacional y Popular, Ediciones del pensamiento Nacional, Buenos Aires


[12]MARGULIS, Mario, URRESTI, Marcelo (1998) La segregación negada. Cultura y discriminación social. Editorial Biblos. Buenos Aires.


[13] LUZ, Madel (1997), Natural, Racional, Social. Razón médica y racionalidad científica moderna. Lugar editorial, Buenos Aires.




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