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Era 2009 cuando tomé el seminario sobre sexualidad que ofrecía la maestría en Estudios de Género de la UNR en Argentina. Recuerdo que parte de las expectativas, que teníamos con algunas de mis compañeras y amigas, giraba alrededor de temas asociados con el placer, la erótica y todas las posibilidades de disfrute y goce. Esto, más la idea de personas con género, géneros y sin género autoafirmadas y empoderadas viviendo libremente sus sexualidades, acrecentaban la esperanza de que el curso alucinara. Sin embargo, la profundización de contenidos que proponía el seminario se dirigía hacia una visión no tan placentera y gozosa.


La línea de investigación de las docentes era la violencia sexual y sus dolorosos e insuperables efectos, así que la apuesta principal era aproximarse a los modos en que los cuerpos de mujeres, niñas y niños son violentados en nuestras sociedades. Sexualidad y género se convirtió, entonces, en algo más que un curso de la maestría. No sólo fue una experiencia de apropiación teórica sino de preocupación e indignación. Implicó reconocer conceptual y políticamente que portar un cuerpo de mujer podía ser riesgo de violencia sexual y de muerte; que en distintos grados, nosotras, nuestras madres, hermanas, primas, amigas, vecinas, todas podíamos cargar con esa vulnerabilidad. Pasó el tiempo. Mis compañeras y yo aprobamos el seminario.


La vida siguió, aunque a mí cada tanto me venía a la cabeza la imagen de la profesora contándonos los actos atroces que encontraba en los expedientes que hacían parte de sus fuentes de información. Como una película de terror esto me producía malestar e impotencia. Me preguntaba si era compatible con la formación de pregrado y posgrado temer, asquearse o experimentar ideas paranoides frente al tema. Por momentos experimentaba sensaciones de preocupación y angustia, por mí y por todas. El miedo al subirse a un taxi o caminar por calles oscuras y solitarias es algo de lo que podemos hablar con propiedad las mujeres. Como un amargo coctel de pensamientos empecé a dar vueltas y vueltas mentales sobre la agresividad, la crueldad y la sevicia ejercida por muchos hombres sobre muchas mujeres en la ciudad. Quizás tanto agite en mi cabeza se tradujo en una reducida imaginación, en la que no cabe tanto horror, especialmente los actos de odio que llevan a la muerte y que van unidos a imaginarios en los cuales las mujeres y las niñas son usables, violables y botables. De todo lo que circula por ahí, en algún momento encontré que la palabra violencia viene del latín violentía, que es cualidad de violentus, y que ésta viene de vis que signifca fuerza.


También de vi se deriva la palabra vigoroso (como la promesa del viagra) y de vir viene la palabra virilidad. Aunque todas conducen a la relación violencia=masculinidad, sé que en el mundo hay violentos y no violentos, que no todos necesitan demostrar su virilidad matando a una mujer y que la sociedad en general está llamada a condenar a quienes lo hagan. Un amor no mata; los celos, tampoco: matan hombres que razonan, calculan y premeditan sus actos encarnando la palabra crimen. Sin duda, esta mezcla de pensamientos y sensaciones producen momentos de miedo, para qué negarlo, por eso me entrevistaba a mí misma: — Miedo, ¿a los vivos? — Sí, a los vivos que producen muertas. — ¿Qué hacer con ese miedo? Por un tiempo ignoré el tema, apagué o cambié las noticias, no leí publicaciones de las redes sociales, no escuché, no vi y traté de concentrarme en una vida, la mía. Ayudada también por un entorno que invita a individualizarse dedicándose a pedirle a un sinnúmero de fuerzas el cumplimiento de los propios deseos. Así, las motivaciones new age, los ejercicios de programación neurolingüística, la ley de la atracción se convertían en opciones para disipar o dispersar el agite mental con el tema. — ¿Fue suficiente con eso? No.


Ya tenía sembrada en mi forma de ser cierta sensibilidad por los problemas sociales, modos de mirar con sospecha las relaciones de género y unido a eso ganas de hacer algo diferente a quedarme como espectadora pasiva de distintas formas de injusticia. Tomé entonces una a una esas ganas regadas de actuar, las metí en el canguro y salí al encuentro de otras y otros que ya venían reuniéndose para pensar colectivamente cómo actuar frente al dolor y la injusticia. En ese pequeño gran espacio de la ciudad llamado Reparando ausencias se ve y se escucha lo que en otros lugares oculta la indiferencia. Ponemos palabras, cuerpos, ideas y creemos que el miedo se puede transformar. Lo conformamos mujeres y hombres soñando una ciudad libre de violencias de género y de feminicidios. Sabemos que afrontar odios sexistas instalados en las costumbres y en las mentalidades no es sencillo, pero a la vez contar con las miradas y las voces de personas diversas comprometidas y de familiares de mujeres víctimas de feminicidios basta para construir caminos que le den vida a la confianza y la esperanza.


*La tipografía que se usó para el título de este texto generó una discusión interesante que pueden escuchar en el sitio web de la revista: www.icesi.edu.co/papeldecolgadura en la sección oiga PDC


Contacto: http://www.icesi.edu.co/papeldecolgadura/



Miedo y cuerpo
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