Fronteras del cuerpo. Gutural, de Estela dos Santos
[El texto: Fronteras del cuerpo. Gutural, de Estela dos Santos corresponde a la 2a parte de Deshilvanar. Fragmentos. (*) Representación del cuerpo en la tortura y la represión. Narrativas argentinas 1960-1990 (**), de la misma autora que se puede ver aquí:
http://cmallarino.wixsite.com/cuerposelocuentes/single-post/2017/01/24/Deshilvanar-fragmentos-Representaci%C3%B3n-del-cuerpo-en-la-tortura-y-la-represi%C3%B3n-Narrativas-argentinas-1960-1990%C2%B0]
En el trabajo sobre la cuestión de la representación del cuerpo en la narrativa escrita por mujeres, tema que he explorado durante treinta años en mi propia escritura no hay más que la pasión del exhumador (de cuerpos): se que están allí, que no se ven, que dicen algo que no sabemos, que deseo conocer. Esa pasión es ya el trabajo, ese gesto es del cuerpo y va al cuerpo.
Toda lectura así planteada anuda problemas y desata estrategias. Entre-verados en la biblioteca de la Historia, estos textos cumplen un proyecto que es todavía, a mi entender, insuficientemente trabajado por nuestras prácticas culturales en general:
Elijo el cuento “Gutural” en Gutural y otros sonidos, de Estela dos Santos, 1965, la novela Diario íntimo de Odolinda Correa, de Roma Mahieu, escrita en 1976 ( publicada recién en 1984), el texto “Cuerpo de pobre”, en En estado de memoria, de Tununa Mercado, 1990, y la novela inédita La traducción, de Sonia Catela, 2002.*
Si, como dice Nicolás Rosa en su análisis de La historia de 0 1, el sujeto del erotismo es la Muda, estos textos serán el modo de hablar de unas mujeres. Donde el cuerpo es sometido, puede haber olvido del dolor como “ausencia”, pero la memoria del cuerpo vuelve al cuerpo y le da poder.
Se trata de formas, que considero extremadamente singulares, de la representación del cuerpo femenino en situaciones límites, en escrituras también limítrofes, aún en su adscripción a géneros o fórmulas. Así, los textos exponen como objeto del relato a mujeres que, víctimas de miseria e ignorancia, represión escolar, violación sexual, exilio, enfermedad, prisión o secuestro, tortura, intervención en nombre de la salud mental, física o reproductiva y otras discriminaciones, “hablan” en una 1º persona. Diario íntimo, confesión, crónica, documento, memorias, cuaderno de bitácora, indecidible.
Instalado su registro en ese otro límite, la subjetividad así expuesta pone al relato en el dilema de recepción que establece toda escritura trabajada entre la ficción del testimonio y el testimonio de la ficción.
Esta no casualidad, esta persona primera que me interpela desnudamente en cada texto, es lo que establece el corpus: ellos, ellas, me han comprometido, no en la lectura solamente, sino en sus efectos. Deberé pues, responder.
Cubriendo ampliamente las llamadas “cuestiones de género” en relación con las estructuras sociales y las políticas de control de los cuerpos en la sociedad latinoamericana, más trabajadas hasta entonces e incluso después, desde el ensayo y las investigaciones “de campo”, teniendo como escenario la Argentina de ese período, cruzadas inevitablemente por modos y modas, y aún atravesando el tiempo histórico de estos 40 años, las ideas que los textos proponen desmienten, sin embargo, la evidencia primera de una significativa diferencia de subjetividad en lo que podríamos llamar “la mirada sobre su objeto”, y las escrituras que se ponen a consideración subvierten, desde el estilo, todo prejuicio sobre su pertenencia a una época o a un universo “particular”: ellas reescriben, de manera dramática, aquello que nunca cesa de necesitarse decir.
El cuento “Gutural” es objeto particular, dentro de la serie, de una lectura interpretativa: escribo sobre él, sobre ese cuerpo.
El texto ‘Gutural’ ha sido para mí una experiencia, releído en el año 2000, deslumbrante y aterradora, de diversas maneras deslumbrante, de diversas maneras aterradora.
La pasión del exhumador de cuerpos, decía: exhumar, hurgar, entrar en el pacto de una ficción que está en los bordes del pacto con la ficción, esto ofrece la escritura elegida. Y es así porque el objeto de este relato no admite formas de representación que lo coloquen en el centro de ninguna ficción: es necesario forzarlo.
Ese objeto, el cuerpo, es el de una mujer en relación con otros cuerpos, y en esa relación, la historia de su pérdida como sujeto, como persona, como hija de madre o padre.
Esta ficción cubre, por así decir, con su cuerpo, esos tres modos de la desaparición, la mujer, perpleja, es desestructurada por una violencia secreta, que procede por acumulación, que está solamente en la palabra, y que al narrar el proceso indetenible de una destrucción, labra una “poética de destino”.
No habla de algo inmodificable, pero lo instala en una coordenada entre la letra y la historia que disuelve toda metáfora:
Lo imposible ha sido dicho, lo insoportable ha sido dado a leer. La escritura como un “real” que provoca vértigo. Gutural se abre, literalmente: “Las grandes puertas se abren innecesariamente porque yo no quiero entrar”.
Escandido en 11 breves capítulos, los 4 primeros tienen el centro exacto de esta arquitectura en “La operación”, siendo ése 5º el núcleo, el lugar de hendidura y penetración, al que los siguientes títulos le permiten recuperarse de haber sido abierto, como las grandes puertas. Descenso, Vía Crucis, una serie de asociaciones con relatos de la literatura religiosa, pero también con testimonios sobre la tortura se imponen.
Gutural es una serie de exhaustivas exploraciones en la experiencia de la mutilación, el corte, la intervención sobre la carne: cama de hospital, miedo, impotencia, angustia, inmovilidad, insomnio, inconciencia, el mundo convertido en una sensación que no se puede tener. El relato padece de la ausencia de explicaciones: ni por qué, ni para qué, ni cómo. Ese padecimiento del personaje y del cuerpo que lo sostiene será el del lector.
Porque Gutural consigue una paradoja: lo que el personaje no puede tener del mundo es lo que el lenguaje provoca en la lectura: una sensación cruda.
Lo que el personaje soporta como cuerpo se duplica en el efecto que provoca la operación poética: llegar al hueso desnudo sin atenuantes.
Gutural es la crónica de un rugido sordo que sólo oye quien ruge, pero que ensordece el alrededor de quien ruge: nada le será devuelvo en un código que el lenguaje logre reproducir. Todo se desvía en el camino, los contactos se vuelven utopía, no hay relación. Donde el mundo ofrece ella no estará, cuando ella espere no le será ofrecido, cuando se le ofrezca negará.
Gutural es también una investigación sobre la necesidad, como concepto. La necesidad es la única palabra que da lo que quita, el perno entre tener y no tener, es lo que hará del relato el mapa de una sistemática insatisfacción, el plano de un padecimiento sin medida..
El intercambio del adentro de un cuerpo escayolado hasta la médula con los bordes de ese cuerpo, de su envoltura, será ya una aventura del conocimiento y un desafío a las leyes de la física. Ese cuerpo, acostado, rígido, se corresponderá con una mudez: lo que allí habla, lo que el texto construirá es el desolador registro de cada deseo y en ese movimiento, el registro atroz de la imposibilidad de desear. Si uno pareciera anular al otro, en esta escritura se produce el efecto contrario de una potenciación.
Si fuera una pregunta, Gutural responde qué, cuánto se puede soportar, cómo lo hace ella, ese sujeto del relato que apenas gime articulando.
Hay una posibilidad: una mano, una mirada, una madre. Las ‘hermanitas’, las ‘madres’ que trafican consuelo de cama en cama han sido rechazadas por ella y ella pagará su soberbia.
Una mano, una mirada, una madre es lo que no tendrá ahora que está dispuesta a aceptar. Tendrá en cambio silencio, oscuridad, el murmullo de su obsesión, la
ausencia de compasión, la ira, el delirio de sus límites volcados, caída fuera de la cama, rompiendo su carcaza, ya rota su coraza. Víctima otra vez de la violencia del cemento sobre la fragilidad de un lenguaje con que hablar de la carne.
En La sombra del cuerpo del cochero, de Peter Weiss, un personaje vendado cambia sus vendas y ese ritual ensangrentado que pone a la vista una laceración, provee secreciones que enturbian el vendaje y ensucian el drenar de un lenguaje, instrumento únicamente de la descripción de esa operación. Ese modo de presentar un cuerpo, sus heridas, la escena sin narración de lo que debe doler, oler, arder, es obsceno en su exhibición.. Es obsceno porque ocurre fuera de ‘escena’, sin máscara ni disfraz que opaquen lo enceguecedeor de una carne lastimada.
Gutural produce un efecto que incorpora a esa obscenidad la conciencia explícita del sufrimiento: casi un hiperrealismo en el modo de construcción de frases que no metaforizan, no adjetivan pero hacen el centro en esa primera persona sobre la que se imprime la marca, el tajo, el corte, la de la protagonista, que se coloca “desde afuera en el estupor, incapaz de quejido de protesta...” Y es en esa incapacidad donde estallará la palabra única, la negación del sinónimo, del eufemismo, de la búsqueda lingüística: dolor duele dolor, digo. Estela Dos Santos dice: ”Mil veces un dolor como un diente. Un millón de veces un dolor. La multiplicación hasta la locura. Hasta la inexistencia del número.....Nunca me romperé del todo nunca me moriré”, una operación matemática que concluye en un principio de eternidad. “Yo existo fuera de mi cuerpo”, dice también y la insoportable enumeración de los actos a que ese cuerpo fuera sometido son discurso, pero sangran, se sacuden, adquieren la cualidad de un referente vivo: ese otro borde del trabajo sobre el cuerpo es el que inclina este texto hacia lo biográfico. Cierta sospecha de que escribir así, y en ese adverbio está lo irreproducible de un efecto de lectura, es posible sólo si se lo ha vivido. Sospecha malsana para la literatura, que aparecería cuestionada en su posibilidad de escribir sobre el cuerpo en un límite que no es sólo el de los géneros o los pactos de lectura.
Gutural separa las aguas: “Yo soy partes”, dice, como Rimbaud podía decir “Yo soy Otro” y de manera memorable muestra los procedimientos que cosen el cuerpo con el cuerpo, la palabra con la palabra, las formas de hablar del horror con el horrror de hablar del horror. Porque de todos los estados del cuerpo, el paradigma que Gutural desmenuza como las migas que dificultosamente traga la paciente, es el de un cuerpo sometido por las sucesivas restricciones del mundo hospitalario. No de un mundo hospitalario.
Hostil hospital, mundo de pinzas y planchas de acero y correas y camas de postración: objetos filosos, utensilios metálicos, luces hirientes, actos necesarios, crueles, justificados que hacen del cuerpo de “La llegada” una desaparición: “ ya estoy seca y agotada, que ya no me quedan rastros de lo que fui, que me aplastaron “, una carne humillada sin remedio por la violación de no saber qué le hacían, desnuda, desnuda en el lenguaje esos instrumentos como adjetivos o figuras retóricas.
El borramiento del sujeto que el texto había operado, en “La partida” se anula en una frase: “Me traen mi ropa”. El sujeto se recupera a sí mismo en el momento en que recupera su cuerpo, en que puede volver a vestirlo: el personaje va a salir del texto. El texto dejará de construir la escritura de una intervención sobre su carne. Dice “No puedo despedirme de mí ni con un balbuceo”. Y es que Gutural es el ronroneo del motor destrozado de una obsesión, pero el dolor, en esta paradoja, o es un alarido o es la mudez, y el cese momentáneo de la operación sobre un cuerpo no devuelve la música.
Yo soy Otra, digo yo que dice Estela Dos Santos, que apenas puedo hablar de ésa que fue puro cuerpo, porque escribir me ha quitado la voz.
Bibliografía:
1. “Historia de un cero”, en Los fulgores del simulacro, Nicolás Rosa, Ediciones Universidad Nacional Del Litoral, Santa Fe, Argentina, 1987.
* Gutural y otros sonidos, Estela dos Santos, Editorial Sudamericana, Bs.As., 1965, reeditado en ocasión de cumplirse 40 años de la 1º edición, con un ensayo de Liliana Lukin, por Alción Editora de Córdoba, Argentina.
* En estado de memoria, Tununa Mercado, Beatriz Viterbo Ediciones, Rosario, Santa Fe, Argentina, 1990
* La traducción, inédito.
Los textos con * han sido publicados en la curaduría de Literatura “1976-2006. 30 años 30 fragmentos sobre tortura y represión”, solicitada a Liliana Lukin con motivo de los 30 años del Golpe: www.arteuna.com, http://www.arteuna.com/convocatoria_2005/Textos/Liliana-Lukin.htm
Diario íntimo de Odolinda Correa, Roma Mahieu, Ediciones de la Flor, Bs.As., 1984 (escrito en 1976, la autora se exilia en 1978)
“Gutural”, en Gutural y otros sonidos, Estela dos Santos, Editorial Sudamericana, Bs.As., 1965, reedición en Alción Ediciones, Córdoba, Argentina, 2005.
La llegada
Las grandes puertas se abren innecesariamente porque yo no quiero entrar. Se extienden inmensas y silenciosas. Yo no quiero pero me llevan. Los otros ordenan. Ni siquiera debo obedecer. No me consultan. No les importa mi opinión. Las puertas se abren para que yo entre y me conducen a través de camas interminables. Las cuento hasta que advierto que están enumeradas y basta saber el último número para conocer la cantidad. No las cuento más. Me colocan en el borde de una vacía diecisiete y me desvisten sin avisarme. Todos los números me miran. Nunca me observaron así como si no existiera nada más que yo en el mundo. También aquella vez estaba en el centro y todos me miraban pero mi delantal tan blanco y yo tan hermosa y sabía que me admiraban y que después me aplaudirían. Si ahora aplaudieran tendría que escapar yo no puedo soportar esto. Pero sé que no puedo escapar y que soportaré. Que pueden colgarme desnuda en una exposición, colgarme como una res de carnicero ante la multitud y soportaré. Podría pedirles que no me miren. Rogarle a esta mujer que les dé vuelta las camas, pero ella seguirá tocándome con sus manos gruesas y poderosas. Me maneja. Me desnuda y dobla la ropa impasiblemente mi ropa y yo desnuda. Y todos esos ojos crecidos para mirarme. Si pudiera cubrirme, extender las manos y calzarme la camisa fría cruda horrible que me está esperando. No tengo fuerzas ni siquiera para eso. Ella me la pondrá cuando quiera y me acostará cuando quiera y dependeré de su voluntad de ahora en adelante.
No sé qué hacer cuando me hablan. Yo quiero olvidar que estoy aquí rodeada de extraños pero no me dejan. Insisten con voces estridentes y gastadas, si yo no las conozco y no sé qué contestar porque machacarán luego mañana todos los días y no tendré fuerzas para resistir. Ni siquiera para ponerme la camisa. La claridad me duele los ojos. Los cierro y se inundan y no son grandes seguramente saldrán hacia afuera y todas se darán cuenta porque estarán acechándome aún. Pero si los abro ya no tendré contención. Ni fuerzas para resistir a mis ojos. El calor es un hilo continuo a través de las sienes y me moja el pelo. Es un hilo continuo y dulce, tibio y continuo y tiemblo, cambio de posición involuntariamente y quedo torcida y un dolor me va subiendo y golpea cada músculo. Dependo de la voluntad de otros pero no quiero y preguntan todavía. Las manos poderosas pretenden ayudar, me atenazan y me hablan. Preguntan también ellas mientras corre el hilo tibio dulce y continuo por la sien mojándome el pelo. Me pone un dedo a un costado del ojo y el hilo se detiene, pero pronto lo desborda y sigue como antes por la sien mojándome el pelo. Me deja. Todos me dejan. Nunca saldré de aquí. No conozco a esta gente. Los de afuera andaban, reían, yo vivía con ellos por qué me abandonan. No conozco a esta gente no quiero quedarme aquí. Yo era como los otros antes. Ahora estoy sola rodeada de camas que me miran y siempre estaré sola rodeada de camas que me miran. Repiten es el primer día ya se acostumbrará es inútil que lo repitan juro que nunca. Todas las horas hablan alrededor se me acercan a veces y una de negro me muestra una virgen que sonríe. Me pegotea con su dulzura ya la conozco. Me manosean me ordenan incesantes. Me tapo la cabeza pero adivino que siguen espiando y con las orejas extendidas sin poder esconderme.
Lucidez
Decidieron de nuevo que es la noche y todavía está claro allá afuera. Me quieren obligar a dormir. Yo todavía veo las ramas pero ellas mandan y no puedo elegir. Soy consciente. Sé que primero me agarrarán las tenazas y que después me dormiré. Sé que aunque me resista el sueño me vencerá y me poseerá por agotamiento. Y después me despertaré y nuevamente comenzará todo. Cuando las tenazas pierden nitidez sé que me emboto y termino por dormirme. Algo se me distiende. Si fuera definitivo. No pretendo elegir. Ni se me ocurre pedir lo que tuve. Podría maldecir gritar llorar rogar pero me vencen y para qué. Cualquier reacción es vana seguirán humillándome con cosas inútiles y denigrantes. Esta piltrafa me vence. Si por lo menos la rabia me ensanchara el corazón y estallara. Puedo ponerme tensa, entrar paulatinamente en un rigidez que sería fatal si no tuviera conciencia de que la estoy fabricando. Debo pedirles la chata y no se apuran no puedo resistirme y después aguantarlas las sábanas no alcanzan hacer la cama y otra vez una y otra vez gangosean siempre lo mismo. Ya sé qué van a decir y podría gritarles que lo sé que no lo repitan. Pero no consigo reunir las palabras. Lo único que consigo es la rigidez. Durante el sueño grito. Solamente grito sin articulación. Creen que no sé hablar. El día que lo haga usaré palabras nuevas. Tendré que inventarlas y no van a entender y dirán que estoy loca. Si me volviera loca me llevarían y se librarían de mí y yo también me libraría porque no tendría conciencia. Nunca nos libraremos.
Me clavan los cucharones contra la garganta. Los escupiría. Una vez vomité. No volví a hacerlo. Todavía es de día. Ya pasaron horas desde que decidieron la noche y aún está claro allá afuera. Pero por más que me oponga también aquí se hará la noche y el sueño me vencerá y mañana nuevamente ocurrirá cada cosa como hoy y como todos los días. Yo sé que se asustan de mi rigidez y escapan. Son mentiras ni siquiera estoy muerta. Tengo conciencia de todo lo que hago. Pero cuando me clavan las agujas y salto en la reacción es esta piltrafa la que me vence. Se enojan. Siempre se enojan cuando yo no tengo la culpa. Aunque allá afuera está oscuro y no puedo ver las ramas acá es de día siempre. La luz del pasillo y la blancura de los barrotes fosforeciendo. Se me acercan con ese tintineo. Tendré que cerrar los ojos para que no me pregunten. Ésas son tiernas. Qué te ocurre por qué no duermes luego a la serena qué enfermedad tiene después a mí acerca de dios. Es mejor que cierre los ojos y crean que duermo. Me da rabia porque se me entrelazan y ya no puedo abrirlos y el sueño me toma cuando todavía es de día y yo no quiero dormir. Tan suaves con los zapatos de goma como los que tenía antes. No me gustaban. Se inclinan para mirarme me respiran encima con narices malolientes. Las pestañas se me aprisionan no puedo levantarlas y mañana seguramente gritaré esta noche se me escapa y no voy a poder. ... Un día de fiesta
También desde aquí puedo ver la belleza del día. Todas la observan y se alegran sólo yo. No es necesario que el día sea hermoso, para estos cuadrados funciona igualmente gris celeste sucio. Pero es realmente claro y penetra. Por la mañana abrieron las treinta ventanas y continúan abiertas y los ruidos del jardín llegan aquí y a veces risas y gritos y voces de niños auténticos. Algunas se reclinan en los repechos, hablan con los que están poniendo los adornos y las llaman. Pero no pueden bajar, sólo a las tres de la tarde. Son solidarias, se peinan y se hacen los moños de los delantales, grandes casi autónomos de los cuerpos que se agitan con la brisa de las treinta ventanas. Tengo frío y la dieciséis me pasa su frazada y me ofrece otras, todas. Ellas se van. Si el día no interfiriera sería un alivio. Sola y fuera del tiempo. Pero las quieren dejar abiertas para que yo escuche y se van y me quedo con el día metiéndose por las treinta ventanas. Se ordenan en filas desparejas y ridículas. Yesos y vendajes rengueras sillas de ruedas y algunos rostros tan inocentes que merecen estar en otra parte. Me dan lástima. Me saludan. Este día azul no es para ellas no es para mí. Me saludan alegres y yo también sonrío porque se van. Pero el día me enceguece. La altura los diez globos como muñecos estrangulados y las camas alineadas y las ventanas balanceándose y las camas rígidas perfectamente vestidas y las mesa solitaria son la extrañada banderita y el frasco de alcohol de los doctores y las camas con los cuadros suspendidos como biografías geométricas. Las medallas y los escapularios. La puerta es una oscura araña que baila las camas vacías y los flecos alocados. Todos me miran, escrutan lo que hago para imitarme. Yo soy la única vida aquí. Me siguen. Se dan vuelta conmigo, cierro los ojos y desde la oscuridad se me sumergen y cuando la claridad me los abre están todavía allí observándome. Cantan. Yo también podría cantar. La banderita ondea, podría, pero apenas abro la boca un coro infernal estalla desde las camas y me impide escuchar las dulces voces del jardín y la humillación de mi incapacidad y la envidia y la rabia contra las treinta ventanas y el miedo a este mundo de camas muertas me poseen y comienzo a llorar con ruido de sollozos y todos me siguen contemplando pero ya no me imitan y sé que estoy absolutamente sola por primera vez a pesar del día y del canto y de la banderita que se mueve gozosa y lloro con los músculos y los huesos y hasta la garganta me llegan espasmos en tropel y no puedo aguantarlos ni expulsarlos, me envuelven la cabeza y las palmas son dos huecos impotentes para albergarlos y las sábanas no me abarcan y resbalan por la superficie árida y caen al piso, me vuelvo de costado y lloro con la cabeza suspendida en el aire y las lágrimas forman un lago estremecido por la brisa mientras ellas siguen cantando. Las baldosas fulguran relámpagos que se deslizan, quiero seguirlos pero se esconden bajo las camas, los llamo y se burlan de mí y el lago se seca y yo me soy un perro mirándome y quiero abrazar esa imagen mía que es lo único que me acompaña. Golpeo sordamente y el dolor me cruza un frío agudo, me arrastro por las camas, las sorteo agarrada a las patas, llego a la puerta y los brazos ceden al peso del cuerpo. La veía tan lejana. Ahora puedo escapar, dejar esta blancura pavorosa, puedo empujarla e irme con las otras. Pero no me atrevo a tocarla. Yo soy la dueña de este desierto. Con la cabeza penosamente levantada mido la distancia hasta el centro, cuento las baldosas pero me equivoco porque el sudor y el frío y la humedad pegada a la camisa y las piernas que se quedan atrás y el corazón batiéndome todo el cuerpo y el canto y las baldosas blancas y negras blancas y negras me trastornan. Quedo acostada bajo las cuatro patas de hierro y la mesa tiembla con mi jadeo y el alcohol fluctúa tenuemente en el silencio porque ellas ya no cantan. Necesito calcular el tiempo, si vuelven y avanzan alineadas pasarán sobre mí cantando triunfantes y me aplastarán con los pies enyesados y las ruedas indiferentes. Consigo sentarme y la mesa se balancea y yo con ella la banderita y el alcohol hablan y se ríen allá abajo, estiro el brazo y no puedo mirar porque pierdo el equilibrio y de nuevo toco tibiamente, bajo el brazo y me caigo y apenas lo sostengo escurridizo con ambas manos el alcohol me salpica y se extiende sobre la camisa y el piso y el frío de las piernas comienza a dolerme la espalda por el golpe y otra vez sé que estoy sola que todo está vacío y puedo hacer mi voluntad, escapar, romper el frasco y empaparme, acostarme en cualquier cama y desafiarlas y escapar con sólo llegar hasta la puerta y empujarla. Pero ellas ya vienen y me encontrarán y la atmósfera tan turbia y mi cama con la ropa caída y yo caída aquí. Me coloco boca abajo y sostengo el tórax levantado sobre los codos. El frío me recorre el vientre como una lagartija. Acerco el frasco y me lo pongo en la boca. Lo ladeo un poco y trago. Una lengua ardida me invade desde los labios resquebrajados de esfuerzos hasta los pies helados. Los retortijones me cambian de lugar y tengo que aferrarme para no perderlo y otra vez meto mi boca en la suya y sorbo en un vértigo feroz porque si cedo ahora ya no lo alcanzaré más y me clavo contra el vidrio y la boca se destroza en pedazos minúsculos y la sangre comienza a fluir por el rostro, su gusto espeso me impide hacer saliva para aliviar el fuego y me abrazo a las baldosas buscando frescor, pero también ellas están encendidas y la sangre me choca imperiosa por salir y no puedo escupirla, me brota por los oídos y la nariz y se confunde con las llamas. Ya no puedo saber el tiempo, ni distingo las camas, ni si ellas avanzan.
Los muros
Pasa a mi lado casi sin pasar opaca evitando la estada en mi cercanía pero viéndome, sin sonrisa sin reconocerme, llega hasta la dieciséis, se sienta a su lado y resplandece. Me ciego de mirarla toda convertida en pupila, con las palabras repetidas las mismas caricias la hilera hueca de palabras que yo iba a escuchar hoy. Hablaría, diría que sí, hoy aceptaría. Las risas me enronquecen, me raspan el vientre en nudos bruscos y sucesivos. No puedo bajar los párpados independientes de mí. Me erizo en el yeso obligada a llamar, a descubrir mi vergüenza ante ella que ni se fija, como si yo no estuviera reclamando por primera vez con voz en su presencia. Nadie me oye. Me negué terca y en silencio y después con un no monótono para clavárselo en el entendimiento, en el eco claro que soñé todas las noches de la semana. Le temblaron los labios, vaciló al darse vuelta, se fue sin dejar los libros, sin las otras, como si hubiese venido solamente para mí. La esperé cada día de la semana. Desde que entró sentí que la tendría a mi lado, me buscó sin conocerme ese día con flores entre el saludo de todas y di vuelta la cara para que supiera que no quería pero se inclinó, suave y tenaz me tomó la cabeza y presionó su dulzura contra mi cuello doblado por una contracción que me subía desde las piernas. Tenía que pedirle que me las colocara derechas, me mordían pero aguanté para no admitir que entendía su lenguaje y me soltó y cruzó y el dolor por reflejo me cambió de posición y esperé que nuevamente del otro lado me llamara –por favor- pero en vano por dos horas sostenidas hasta docenas de camas de distancia. Me humillé con la habitual que no sonríe que no pregunta que sólo usa manos. Yo no quiero desaparecerme ahogada de vacío. Palabras, cantidades de palabras que resistí sin mirarla pero gritando que no a cualquier propuesta a las contradictorias un no por cada muro, una caja de muros sin rendija para que no la alcance mi voz llamándola. Le temblaron los labios y el cuerpo sin equilibrio cuando se marchó. La esperé todos los días de la semana, aferrada a variantes mínimas para no perder la cuenta. Desde hoy iba a aceptar las sábanas levantadas la comida el lavado de cara el peinado por el contacto de su mano con mi mejilla. Iba a sonreír como las otras que la rodean y la ocultan y me mantienen detrás de sus espaldas. Me encierran con cemento de indiferencia. Nadie sabe que yo existo aquí aunque las ropas tiemblan. Soñé que me rodeaban que las repudié que se apoyó sobre mi pelo que insistió que grité que no. Sólo es el dolor, los latidos el estertor de todas las noches, la lengua áspera, los ojos por todo el rostro extendidos como un pez sobre la almohada. Cuatro muros de rodillas y hombros anquilosados para aplastarme. Puedo ascender, alcanzar la cima con el último residuo de potencia de mis brazos libres y desesperados, sostenerme en las salientes de los enormes costillares pespunteados de suturas, colgarme de los pulmones rotos. No oirán los golpes, riendo y hablando no escucharán el arrastre de mi cuerpo contra la carne vendada. Llegaré de sorpresa. Me sentaré a su lado confundida en los mismos gestos, prolongando el contacto indiferente hasta el de ella, penetrando la ternura de sus palmas. Todas las flores todos los libros toda ella si traspaso el muro. Subo por su imagen la superficie formada de muletas puntiagudas que me arrancan pedazos de dedos, me resbalo regada de sudor hasta un ángulo sin salida, prolongado en otro muro igual y sin salida, un arsenal óseo de la misma distancia para recorrerlo con el aliento cortado y llegar a otro ángulo y a otro muro igual de quijadas y prótesis rígidas de la misma distancia y sin salida. No existe la salida. Una sábana de sangre me cubre los ojos y abro los restos de dedos para quitarla y caigo sin ruido inadvertida sobre el yeso inamovible. Sólo los brazos sueltos y febriles pueden todavía intentar, cavar el elástico, arrasar el muro por debajo, un túnel ya que no hay cima –juro que no tendré rencor, que reconoceré todos los rostros, que contestaré a cada requerimiento, sonreiré, juntaré mi mejilla a cualquier piel por la suya –pero el muro continúa sólido, impermeable a mi derrame muerto. Cómo pudiste mover el yeso. También corrió a levantarme entre las exclamaciones y el estúpido asombro, ofreciendo algo que ya no quiero, impotente, rodeada de todos y de vergüenza. La rajadura me lastima a través de la camisa. Mañana me harán otro. Tendré que sostener la mole húmeda y después será seco y duro como los muros y no lo moveré.
La operación
De dimensiones desorbitadas, un cuchillo lento marcó la línea filosa sobre los pies apartándolos de mí, avanzó con la misma fatal decisión, trazó en las rodillas la fina señal, profundizó y las piernas quedaron separadas, a un costado de mí, reanudó el camino feroz sobre los muslos, una raya recta tomándome cuerpo ya, mutilada sin remedio con una parte de vientre despojado y volvió a avanzar invisible de comando y marcó la línea no de piel hundida blanca sino de sangre, un tenue hilo de sangre en el contorno de la cintura y un dolor no todavía grito, imposible articular el grito en la agudeza del tajo imperturbable a la sangre como ríos desbordados manchándolo en el primer ímpetu, saltando por encima de él para caer como una pared de lluvia sobre el cuerpo vivo y los cuatro pedazos muertos. La sangre brotaba cubriendo todo alrededor sangre y yo desde afuera en el estupor, incapaz de quejido de protesta de un vendaje, cuando vomité sobre otras manos y me miré hasta abajo como en un sueño. No puedo mover la cabeza pero enfoco los pies altos, es lo primero que veo y toda mi longitud. Sé que no deliro ya ni sé si deliré ni si es bondad cada roce, la cargante preocupación, las jeringas, el té hasta las orejas. Las arcadas están en mi garganta con la saliva sucia y el hedor de trapos en los labios cortados y ácidos, en la lengua hinchada, una tortuga metida en la boca taponándome la respiración. Y está el dolor claro y distinto fijo en la espalda como una mordedura constante y diferenciada justo para registrarla ahora, con el alivio necesario para poder pensar, ahora. Mil veces un dolor como un diente. Un millón de veces un dolor. La multiplicación hasta la locura. Hasta la inexistencia del número. Sé que no deliro una realidad tan igual. Como si no bastara un dolor inmenso, millones, infinitos dolores inmensos desbordando mi capacidad inagotable. Nunca me romperé del todo nunca me moriré. A través del contacto sentí cada maniobra. El esfuerzo la ira el miedo. El deseo imperioso de llegar por la piel y la carne a los huesos podridos y resistentes. La lucha por vencerlos doblegar el control estricto de mis latidos, el horror de mi debilidad expuesta y de la sangre volcada. La lentitud progresiva, la angustia por salvar una gota, hasta ofrecer las tensas venas en cualquier intento. El perdón por cualquier intento. En cada pedazo de sensibilidad, desde el pelo hasta la piel resbaladiza, hasta los pies atados hasta la boca aplastada en el acero hasta la hemorragia interminable, y los brazos de los otros los cuerpos inclinados de los otros la vana voluntad de ayudar.
Yo existo fuera de mi cuerpo. Lo tajean, lo desmenuzan, lo recosen, lo desagotan y lo rellenan con aliento ajeno. Yo aparte. Como un pedazo de tierra elocuente sólo en la resistencia del terrón, en la negación del fruto. Sacudida por los vómitos, formada de detalles cuidadosos cada vez más y humillantes y yo más inútil, deshecha pero prendida en cada trozo en una unidad consciente. El líquido tibio me chorrea por la cara sin llegar nunca a la sed, sin alcanzar la boca como una colina. Muevo las manos para saber. Me miro desde afuera compadecida de ellos si no fuera por el dolor y la irrealidad del soportar. No soporto. Estoy sintiéndolo cada vez más acentuado en las sacudidas del esófago y la visión de la sangre como un sabor agrio al escupir esa saliva verde y amarilla. Puedo mirarme entera pero sólo vivo desde el corte de la cintura hasta la cabeza. Lo demás está allí, unido o separado en el sueño, tan muerto de una u otra forma. Ser toda esa parte muerta. Por sólo la quietud, ahora, en este pedazo de arriba.
La llegada de otra
Yo no puedo dormir sintiéndola. Está viviendo a mi costado, apenas el rasgueo de las uñas sobre el liencillo crudo y el gorgoteo de la saliva en tragos difíciles. Quiero matar todo atisbo de vida en mi cama, el accionar de mi organismo adquiriendo de pronto proporciones de trueno y todas duermen, el calor, ni el aire respira, sólo ella cuidadosamente para que no la oiga pero yo no puedo dormirme. No quise mirarla cuando llegó, tan asustada que no quise mirarla, pero lo mismo lo hacía subrepticiamente entre las pestañas para que no se diera cuenta, encogida esperando la camisa, formada de huesos como puntas contra la piel casi rota para cubrirlos de manchones marrones y azules y los ojos oscuros completamente sin blanco, dos pozos apagados y agrandados por el miedo, mirándome y a intervalos a ella que la tocaba con la misma indiferencia de aquella vez y después ni siquiera la mirada, vuelta hacia la pared y aunque quiero convencerme de que es la misma cama vacía de antes la siento y no puedo dormirme. Durante todo el día la comida inútilmente esperándola desde este lado y la cuchara brutal lastimándole los labios. Dijo no repetidas veces pero nadie entendía, débilmente como el cuerpo sumergido en la cama tan vacía apenas una palpitación continuada que sólo yo percibo. Podría haberle dicho no es incomible, probá, otras cosas, a mi pesar, porque está allí y aunque no quiero saberlo es todo tan igual. No dije nada en todo el día como otros pero éste me estruja, no dije nada porque no había qué decir, ni ella querría como yo aquella vez ni yo que me confunda con las otras, la cara contra la pared tan inmóvil que pude mirarla toda la tarde y olvidar las ventanas y adivinarla por debajo como un ser. Yo sé que está temblando por el pelo tan escaso apenas pelo en la almohada hundida y el sudor alrededor una aureola. Podría haberle dicho quitátela es de lana, pero no escuchará seguramente ni sé si yo podría hablar como pienso sólo puedo articular las palabras fáciles de las demás y hasta en ésas la lengua se me quiebra a veces reseca como una tabla yo distinta y apartada y ella tan igual. De puro consumida de pronto se evapora, yo estoy imaginando, si no ha cambiado nada, no sé por qué me estremezco y esta ansiedad, si no vinieran a ponerle la chata ni siquiera existiría, pero resurge y está cuando la destapan, tan pequeña aunque no quiera mirarla porque me lastima todo lo que es y no se queja pero yo sé cómo le está doliendo. Nos recorren con el tintineo y una pregunta que nadie contesta pues también se le arrugarán los contornos en el ojo tenazmente cerrado y sin sueño. La luz le invade una superficie lisa y dos manos como las alitas de un pajarito caído encima de la colcha. Se mueve t